Con prólogo de Herta Müller, Por una canción, cien canciones, subtitulado Vida de un poeta en las cárceles chinas, es el tercer intento del autor por escribir su libro y ponerlo a salvo de los inquisidores de su país, los mismos que lo encarcelaron por sus poemas "Masacre" y "Réquiem", en los que criticó al régimen y a la matanza de Tiananmén.

Dividida en cuatro partes, esta obra funciona como una especie de diario o memorias desde el momento en que Liao Yiwu empieza a revelarse contra el sistema hasta que sale de la cárcel. Si en la primera parte habla de la pérdida de una de sus hermanas y de lo que él llama "la fiebre revolucionaria" y la composición de los polémicos poemas, es a partir de la segunda donde comienzan los pasajes duros y sórdidos del libro: su paso por el centro de investigación, el centro de detención y la penitenciaría.

Como lector de novelas y de crónicas y de relatos de prisión de diversos autores que pasaron un tiempo "a la sombra" (Edward Bunker, Henri Charrière, Céline, David González, Varlam Shalámov…), conozco casi a la perfección el género, y aunque los escritores citados publicaron obras bastante crudas, en estas memorias de Liao Yiwu he encontrado algo menos habitual: el ingenio macabro de los chinos para la tortura, la humillación y el dolor, que atraviesa fases tan espeluznantes (y tan escatológicas) que, probablemente, convierten esas prisiones en las más horrendas del planeta. Baste citar, como ejemplo, "el menú" o "los platos" que preparan los presidiarios de uno de los centros para castigar y doblegar a sus propios compañeros: arrojar ceniza de cigarrillo en la boca de un hombre, insertar un grano de pimienta en el prepucio del castigado y luego atárselo, saltar sobre la espalda de un tipo, frotarle la columna vertebral con aceite y luego prenderle fuego desde la rabadilla, golpear la nuez del preso… Otro de los castigos (que el propio autor sufrió) consistía en esposarle las manos a la espalda, y dejarlo así durante varios días, con las consecuencias que acarrea (pensemos en las dificultades para comer, asearse, dormir o defecar maniatado).

Pero quizá lo más aterrador sea el encierro en los calabozos, como revela este pasaje: Cada celda medía unos dos metros de largo, un metro de ancho y otro de alto. Una vez dentro no se veía la luz del día. Como un animal de cuatro patas, el preso sólo podía gatear, estar sentado o tumbado. Toda actividad estaba limitada a ese espacio diminuto, incluido el comer, hacer ejercicio y usar el váter.

A pesar de su extensión, lo que cuenta Liao Yiwu y cómo lo cuenta empujan al lector a enfrascarse en la lectura de estas necesarias memorias noveladas que, sobre todo, son un ejemplo de supervivencia y rebeldía: la manera en que un artista no se doblega ante la exigencias de su país, la manera en que alguien sale del fango y nos lo narra.