Tal vez ya conozcas a Unai Elorriaga. Con su primera novela, Un tranvía en Sp (SPrako tranbia) ganó el Premio Nacional de Narrativa en 2002, y desde entonces la editorial Alfaguara ha publicado puntualmente todas las que vinieron después. Si es así tal vez este texto te sirva, como a mí, de conjuro para que vuelva pronto a las mesas de novedades, algo que llevamos esperando desde 2009 cuando publicó Londres es de cartón (Londres kartoizkoa da). Pero si no aún no te has tropezado con su peculiar universo, tienes un plan estupendo para hoy, ir de librerías a buscar El pelo de Van Hoff (Van't Hoffen ilea).

El padre dijo que las manchas que le habían salido eran por la luz del ordenador, ocho horas al día, y la madre dijo que el marrón de las paredes de la oficina era demasiado marrón, ocho horas al día, su hija. Y fijándose bien, se dieron cuenta de que las manchas rojas de la cara de su hija no eran solamente manchas. Se dieron cuenta de que encima de las manchas le habían salido unos granitos blancos y que, de vez en cuando, le caían de allí pequeños trozos de piel, en el cuarto de baño y en el sofá de la sala. 


La madre no quería imaginarse a su hija todos los días en la oficina. No quería imaginarse a su hija, por ejemplo, en la oficina hasta jubilarse. Y puestos a imaginar, se imaginaba que las manchas rojas de la cara se le iban a extender por todo el cuerpo y que, poco a poco, se le empezarían a caer trozos más grandes de piel, en el cuarto de baño y en el sofá de la sala, y que su hija iba a parecer más un pez que una persona.


Unai huele un poco a Cortázar. Un poco sólo, ligeramente. Él lo sabe, y seguramente estará harto de que se lo digan, de que se lo pregunten los periodistas locales, nacionales, digitales, los lectores, los fanáticos del cronopio que esperan ansiosos la resurrección.

Pero Unai tiene un lenguaje propio. O mejor, un idioma. Un idioma propio que habla con un acento muy marcado, y cuando uno lo lee se le pega y es como cuando viajas a Buenos Aires y llamas a casa y dejas un mensaje en el contestador y en tu casa no te reconocen y piensan que una argentina te ha suplantado entre Corrientes y Callao. Mirá vos.


Lo que quiero decir es que mientras lees El pelo de Van Hoff piensas como Matías. Y eso es muy bueno. Porque Matías piensa mucho. Y en voz alta. Pero nunca piensa en lo bueno que es en lo suyo. Aún así, uno lo sabe, porque a veces Matías piensa en tercera persona y no puede evitar hablar de sí mismo como si no se conociera. Pero sigue siendo Matías, Matías Malanda, y uno lo sabe y lo va pensando mientras juega con la pelota y la serpiente de la pelota, y las ranas, las lagartijas, los soldaditos, los nombres de las calles.


Cuando faltan dos páginas, dos o tres páginas para terminar con la cabellera despeinada de este libro, sólo deseas que se convierta en la Rosaura y que con un tirón de pelo le crezcan más páginas para poder seguir peinándola un rato, pintándole los pelos de rosa, de verde, haciéndole trenzas imposibles.


Y es que Matías te deja que juegues con él. Y es que Unai te deja que escribas su novela. Con él. Sólo un poco, en los márgenes, en los espacios en blanco. En la contraportada de este libro ya lo dice: "Pues bien, también este libro es una pelota". Uno pensaría: qué editor astuto, qué a gusto se leyó el libro, cuánto lo entendió para saber cómo de redondo, de qué manera bota. Pero nosotros ya lo sabemos, es Matías quien avisa: cuidado, no se te resbale en el metro y bote dos veces contra el cristal y luego caiga y quedes en ridículo en el recién instaurado campeonato mundial de lanzamiento de libro en transporte público.


El pelo de Van Hoff, Unai Elorriaga. Alfaguara 2003 (Original en euskera Van't Hoffen ilea, publicado por Elkar en el mismo año.)
De vez en cuando, eso sí, la serpiente de la pelota intentaba darle un mordisco a alguno de los soldados. No porque les tuviera un odio especial, sino porque les quería hacer reflexionar sobre su profesión; intentaba que pasasen de ser soldados de plástico a ser carteros de plástico o bomberos de plástico.