A partir de la novela de Isaac Rosa, David Macián debuta en la dirección de largometrajes con La mano invisible, co escrita con Daniel Cortázar, y que ha sido producida de forma cooperativa y autogestionada que busca una forma alternativa a la producción convencional, lo cual da una dimensión toda´via mayor al relato que propone sobre la precariedad laboral.

Una nave industrial acoge una representación con público, el cual a lo largo de la película apenas vemos, pero sí escuchamos, salvo en momentos puntuales hasta que llegado el final, irrumpe en la representación con violencia y en forma de masa anónima. Hasta entonces, lo que propone La mano invisible es una narración fragmentada, en la que asistimos a varios días de la representación, marcando el avance del tiempo, intercalando entre ellos breves entrevistas a los intérpretes de la extraña función. Así, un mecánico, un albañil, una teleoperadora, un carnicero, una costurera, una telefonista, un mozo de almacén… que se encuentran en el paro, acceden a representar sus oficios frente a un público a modo de reality teatral, sin entender en ningún momento el objetivo de su labor en su representación.

Con el paso de los días, en un horario establecido, y frente al público, realizan el trabajo que, fuera de ese espacio, han llevado a cabo en su vida normal; poco a poco comienzan a surgir, por parte de la empresa que los ha contratado, cada vez más exigencias y problemáticas que no difieren demasiado, o nada, de lo que han podido encontrarse en el exterior. Y, por supuesto, surgen entre ellos problemáticas en cuanto a la diferencia de posturas sobre cómo actuar contra la empresa.

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Macián ha concebido La mano invisible mediante una puesta en escena que rehúye la teatralidad del espacio, y de la propuesta en sí, a partir de un trabajo visual tan sutil como sobrio en la composición de las imágenes. Así, los actores-trabajadores, aparecen sobre un fondo negro que, durante la representación, vacía de contexto a su trabajo y a su labor, enfrentados a unos espectadores que miran cómo trabajan, que aplauden sus decisiones, pero que también los abuchean. Convertidos en espectáculo, su trabajo poco a poco comienza a perder su sentido final productivo, dado que el albañil debe romper el muro de ladrillos que levanta cada día, el carnicero tirar los trozos de carne que ha cortado, el mecánico o la trabajadora de fábrica volver a poner las piezas en su sitio… Una cadena de producción que tiene su recompensa económica –dado que cobran por la representación- pero su trabajo carece, al final, de su propósito. No lleva a ninguna parte. Simplemente, trabajan.

En ese vaciado de sentido de su trabajo, y de un modo que recuerda al teatro del absurdo, Macián, a partir de lo expuesto por Rosa en su novela, plantea qué sucede a ese grupo humano, tanto en su forma colectiva como individual, cuando su trabajo, que hasta ese momento había de alguna manera construido elementos de su identidad, se convierte en algo sin sentido. Una situación que permite a la empresa presionar cada vez más a los actores-trabajadores imponiendo condiciones laborales de una dureza creciente. Una situación a la que hay que sumar la condición escénica en la que se encuentran, figuras de una representación que no entienden y que es, a todas luces, hostil y casi violenta.

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Macián plantea en el interior de esa nave, y con ese fondo negro, a cada uno de los personajes desarrollando su trabajo como si de naturalezas muertas humanas se tratasen, mecanizados al comienzo, para poco a poco ir mostrando unas derivas a partir de las cuales surgen cuestiones no solo sobre la precariedad laboral y la indefensión del trabajador frente a las empresas, e, incluso, entre ellos, sino también sobre la alienación identitaria y social de muchos trabajadores cuyas vidas parecen estar definidas, y por tanto, controladas, por el trabajo que ejercen.

El vaciado de sentido de la producción a la que hacíamos referencia, además, enfatiza ese sentido vital sobre aquello que hacemos, sobre para quiénes lo hacemos (de ahí esos espectadores), sobre cómo la supervivencia producida por las condiciones laborales, antes incluso de la crisis económica, nos han convertido en figuras carentes de sentido en un escenario, en una representación, en una realidad, que no entendemos en verdad pero en la que seguimos actuando a pesar de todo.