El director argentino Lisando Alonso nos introduce en Juaja en un viaje hipnótico y fascinante, físico y onírico, en una de las películas más complejas e indescifrables del cine reciente que cuenta con un excelente Viggo Mortensen en el papel de un capitán danés.


Jauja, cuarto largometraje del argentino Lisando Alonso, parte de un marco espacio-temporal concreto: se desarrolla en la Patagonia en algún momento entre los años 1878 y 1885 durante los cuales se produjo las conquistas del desierto, por las cuales miles y miles de aborígenes fueron aniquilados por los militares para quedarse con dicho territorio. Este contexto recuerda a ciertos western y en Jauja, tanto en su primera parte como en la segunda, y tanto en un plano argumental como en el tratamiento de las imágenes, nos vemos introducidos en una reescritura, consciente o no, del género. Después, en su tercera parte, la película se adentra en otros territorios rompiendo drásticamente con las dos anteriores.



Como en Los muertos (2004) y en Liverpool (2008), Alonso crea en Jauja una película sobre el desplazamiento, el viaje y la búsqueda en la que importa tanto aquello que se persigue, o, mejor dicho, el encontrarlo, como el desarrollo del itinerario. En las tres obras, es la familia el punto de arranque de dicha búsqueda, pero también lo primitivo contra lo civilizado, lo natural contra lo social, elementos con los que Alonso va creando una dialéctica que se traduce en lo visual y en el fondo narrativo.


Pero todo lo anterior solo son algunas ideas, muy mínimas y esquemáticas, de un conjunto complejo y enigmático. Porque en Jauja, lo que Alonso propone, con la ayuda de Fabián Casas en la escritura del guion, es un viaje por un espacio tan mítico como real, tan físico como onírico, tan oral como mudo. El capitán Gunnar Dinesen (Viggo Mortensen) se ve sometido a una degradación física, pues va perdiendo poco a poco la fuerza, envejeciendo según avanza por el desierto o por las rocas; pero también mental, llegando a un momento en el que no sabemos si tiene alucinaciones o ha entrado en una especie de sueño de futuro cuando, en una cueva, se encuentra con una anciana que, quizá, sea esa hija perdida a la que busca en el futuro. Es la anciana quien lanza varias frases enigmáticas, como Todas las familias desaparecen… El desierto se las traga, las cuales completan unas anteriores de un militar que asevera, El desierto se come todo. Así, el capitán, deambulando por el desierto, acabará desapareciendo tras un instante en el que, rodado con un croma, vemos al capitán arrodillado y, a sus espaldas, un cielo estrellado, momento, una vez más, tan físico como onírico. El capitán ha transitado un recorrido hasta llegar a un estadio en el que se produce una ruptura espacio-temporal que nos conduce hacia otra, que no sabemos ya si es futura o presente. La misma actriz que interpretaba a la hija desaparecida vive en una casa en Dinamarca, tiene otro nombre y un perro que parece el mismo que ha acompañado al capitán hacia esa cueva en la que, como en una representación teatral, se enfrenta al desconcierto.



En Juaja, Alonso y su director de fotografía, Timo Salminen, ruedan en 35mm pero presentan en formato 1:1, 37 con las esquinas del encuadre redondeadas al modo de los daguerrotipos del XIX. Las imágenes de Jauja remiten al technicolor, y de nuevo entramos en el territorio del western, y, sobre todo, en el de John Ford. Pero con esa construcción del encuadre parece querer rodar una historia decimonónica transmitiendo la posibilidad de que, quizá, esas imágenes provienen de la época. Curiosamente, aunque con intereses totalmente opuestos, Mike Leigh en Mr. Turner también ha optado por una fotografía y una (re)construcción visual de la Inglaterra del XIX siguiendo la estética del pintor inglés. La idea es retrotraer el pasado al presente, usar métodos del ahora para que las imágenes parezcan pretéritas. Pero mientras Leigh lo hace con unas intenciones representaciones que apelan tanto a lo artístico como a lo político y lo social, Alonso busca romper con la idea del tiempo, creando unas imágenes de gran potencia y sugerencia en las que las figuras humanas parecen recortadas, casi en relieve, frente a un paisaje que se convierte en personaje. Parecen, de hecho, recortadas sobre la superficie, pudiendo ser parte del paisaje pero también formas colocadas ahí, como a destiempo.



Alonso conduce al capitán a través de un trayecto físico que poco a poco va abstrayéndose para convertirse en todo un itinerario en el que el tiempo se dilata y pasado, presente y futuro acaban confundiéndose hasta que ese salto espacial hacia Dinamarca y que cierra la película desdobla de alguna manera esta y crea incertidumbre en el espectador. Porque la última imagen de la película nos vuelve a situar en el comienzo.


El preguntarse qué ha querido Alonso plantear en Jauja, lanzarse a interpretaciones, puede resultar un trabajo exhausto, porque posiblemente, todas las ideas expuestas son tan solo algunas piezas de un laberinto narrativo en el que lo mejor es, como el capitán, perderse por él. Alonso apela a un disfrute sensorial e irracional en el que el espectador, una vez que entra en el juego establecido, se debe dejar llevar sin cuestionarse demasiado durante el trayecto. Una vez que llega al final, evidentemente, surgen las preguntas, sin embargo, intentar ordenar lo caótico en ocasiones supone un esfuerzo absurdo cuando es posible detenerse en algunas de las partes de ese caos y disfrutar de ellas. Y una vez que se regrese a la película, centrase en otras.


Jauja es como el país mítico e inexistente al que hace referencia en su título y en el que tantos y tantos se perdieron en su búsqueda. Aunque no consiguieron encontrarlo, el viaje hacia él fue lo que dio sentido a su acción.  Y durante ese trayecto, la pregunta que se repite a lo largo del final de Jauja, ¿Qué es lo que hace funcionar a la vida y la impulsa hacia adelante? quizá tomó sentido.