A pesar de lo fallido de Stockholm (2013) y de Que Dios nos perdone (2016), se podía intuir en Rodrigo Sorogoyen unas ideas y ambiciones visuales que no llegaban finalmente a corresponderse con el resultado (mucho mejor la segunda que la primera, en cualquier caso). Algo que ha cambiado de manera rotunda con su tercer largometraje, El reino (2018), un más que notable thriller político con la corrupción de nuestro país como contexto.

En un momento de El reino, Manuel (Antonio de la Torre) observa como un joven paga con diez euros en un bar y el camarero, atento a la conversación que mantiene con otro cliente, le devuelve más dinero del que debería. El joven duda, debe tomar una decisión, avisar del error o quedarse el dinero. No es lo mismo que aquello que ha llevado a cabo Manuel junto a sus compañeros de partido y empresarios afines a crear una red de corrupción, pero pone de relieve de manera simple, sencilla y visual que la corrupción actual no es cuestión de unos pocos, sino que se encuentra instaurada de manera endémica en nuestro sistema. 

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Pero antes de llegar ahí, de nuevo con Isabel Peña como coguionista, Sorogoyen arranca El reino de manera rotunda para conocer a Manuel, a quien la cámara sigue desde el exterior de un restaurante hasta la mesa que comparte con sus colegas políticos y empresarios amigos, combinando plano secuencia y montaje rápido de imágenes y diálogos con una música electrónica –de Olivier Arson- que confiere un ritmo muy específico a la acción y que conducirá toda la película casi a modo de sinfonía. En ese arranque, se plantean algunas cuestiones de relevancia ulterior, pero sobre todo Sorogoyen deja clara su visión sobre la corrupción política y empresarial española al mostrar un grupo hortera e infumable que, aunque pueda resultar en apariencia hiperbólico, hace pensar que se acerca demasiado, por doliente que sea, a la realidad. En un primer momento, parece que El reino se encaminará hacia un retrato exagerado y, sin embargo, Sorogoyen es capaz de modularlo para ir trazando un laberinto narrativo sin apenas pausa, asentado tanto en los diálogos como en sus imágenes y en unos personajes, en general, más o menos reconocibles, ya sea por lo que representan, ya sea porque sus modelos en la vida real son fácilmente rastreables.

Pero lo que hace valiosa a una propuesta como El reino no es su tema o su relación con el presente político de nuestro país, sino su capacidad para hablar de ellos desde la ficción, desde la representación, desde su reconstrucción mediante imágenes y en un contexto de thriller cuya tensión va en aumento según avanza la película. En un cine como en el español que desde hace tiempo no es capaz, salvo en contadas ocasiones, de hablar de su presente mediante elaboraciones ficcionales que no estén amparadas en un claro discurso, a veces cayendo en lo panfletario y dejando de lado la configuración de espacios para la reflexión e, incluso, la disidencia, una película como El reino se presenta como ejemplar al respecto. No se puede negar, en absoluto, una toma de partido ante aquello que representa, pero tampoco que Sorogoyen busca un cierto distanciamiento que permita observar la acción desde la perspectiva que pretende optar: transmitir la absoluta locura existente bajo las tramas de corrupción y la mediocridad humana que anida bajo ella tanto a niveles políticos como empresariales siguiendo por un acercamiento a los medios de comunicación y a periodistas estrellas que bajo el amparo de un periodismo comprometido se dedican a la medra personal.

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De esta manera, El reino despliega con una ambición visual, brillante en muchos momentos, una mirada desoladora que resulta del todo verosímil, salvo en una secuencia llegado al final que, quizá, Sorogoyen alarga demasiado, si bien transmite a la perfección la locura en la que Manuel ha acabado inmerso, y que precede, sin embargo, a una magnífica persecución por carretera. El reino pone de relieve mediante su ficción los desmanes y la desvergüenza imperante en los últimos años en política, buscando ir más allá de la mera, y fácil, crítica, para conformar una visión lo más global posible a partir de unas imágenes que parecen ahogar la profundidad de campo para enfatizar lo que acontece en el primero. Esto es, representar desde lo obvio para ir más allá, jugando con el ritmo y el tempo cinematográfico y conducir la película hacia un final en el que de manera cruda se exponen algunas miserias en las que seguimos inmersos. Porque El reino, nos habla en presente a través de su ficción.