Hay zonas en las profundidades del mar en las que habitan diversidad de peces que nunca han visto la luz. Es lo que les explica Nora (Marie Leuenberger) a sus dos pequeños hijos mientras contemplan un luminoso globo terráqueo, en una de las secuencias iniciales de la producción suiza El orden divino (Die göttliche Ordnung, 2017), de Petra Volpe. Así se sentían muchas mujeres como Nora, en 1971, en Suiza, donde, aunque parezca inconcebible porque fue ayer, aún no disponían del derecho de voto. Como proclama otra mujer que sí asume su posición en el esquema de las cosas, es cuestión de orden divino. Pero el orden divino no es ninguna luz, sino más bien una imposición conveniente para quienes detentan el privilegio de actuar de acuerdo a su voluntad y sumir en la oscuridad de la impotencia y la frustración a quienes se sienten inermes. Hasta que la sublevación subvierte y modifica el estado de cosas. Nora se llamaba la protagonista de La casa de muñecas, de Henrik Ibsen, que se rebelaba a un modo de vida que sentía alienante, y en el que se sentía sojuzgada. Nora será la primera voz femenina que cuestionará ese estado de cosas en el pequeño pueblo en el que vive. Será quien primero cuestione que no es justo que si una esposa desea volver al escenario laboral tenga que pedir permiso a su marido. Será quien cuestione la aberración de que encierren a una chica de diecisiete años para encauzar lo que no consideran una actitud epicurea que ansia explorar la vida sino descarriada y disipada.

 Cuando comienza a dejar oír su voz, o se a atreve a hacerlo, Nora resiste, en principio, los desprecios y las irrisiones de los hombres del pueblo, y de la mujer que alega que las mujeres no tienen nada de qué quejarse (equiparándolas en ausencia de derechos a los inmigrantes), pero, poco a poco, logra que el resto de las mujeres dejen de lado el temor de expresar lo que sienten, porque descubren en la unión y cohesión que pueden encontrar la fuerza necesaria para transformar un orden injusto, no divino, sino conveniente (para los hombres). Por eso, su primera acción de fuerza será plantear una huelga de sus tareas domésticas. Los hombres tendrán que aprender a cocinar o realizar cualquier tarea doméstica. El primero, el marido de Nora, Hans (Maximilian Simonischeck), quien al principio piensa que dispone de la circunstancia ideal en su vida cuando le ascienden a jefe de carpinteros. Está a favor del voto del derecho de las mujeres, pero se lo calla. Considera que el lugar de la mujer debe ser el hogar, por lo que golpea a un compañero de trabajo que hace irrisión de su posición por la sublevación de Nora, quien no dudará incluso en abandonar el hogar dada la cabezonería de su marido, a quien le importa más su posición integrada en la comunidad, o su imagen, que apoyar y satisfacer su voluntad.

No se respeta la voz, la voluntad, de las mujeres, y se las cosifica como cuerpos que sólo reproducen o cumplen su función mecánica de sirvientas domésticas que, incluso, tienen que levantarse de la mesa para coger leche si se lo requiere su hijo. Nora reconoce que aún no ha disfrutado de un orgasmo, ni siquiera de la masturbación. Su amiga Theresa (Rachel Braunschweig), no ha recibido una caricia de su marido desde hace años. O la recién llegada Graziella (Marta Zoffoli) afirma en cierto momento que aceptará reconciliarse con su marido, del que se ha divorciado, porque no quiere envejecer sola, y en ese pueblo no cree que pueda encontrar ninguna opción sugerente. Aunque más tarde asumirá que en ocasiones es mejor estar sola que sentirse sola acompañada.l orden divino se desenvuelve con fluido equilibrio entre la comedia y el drama, con cortante capacidad sintética cuando irrumpe la tragedia, así como escalona con coherencia la modificación de actitudes. Se hace eco de una tradición, esa comedia británica o italiana, centrada en una comunidad, que brilló especialmente en la década de los cincuenta, como aquellas comedias de la Ealing que narraban el proceso de transformación, o modificación de unas rígidas tradiciones, de una comunidad. O cómo se hace la luz cuando la unión hace la fuerza para extirpar el oscurantismo de unas mentalidades que abocaba a la oscuridad a una diversidad de mujeres singulares a las que mantenía cautivas y reprimidas en la impersonal e intercambiable cosificación de la función doméstica de mujer.