No se trataba de que hubiera estado realmente enamorado de esa mujer, sino que me excitaba su juego de huir lejos de mí para luego decirme <<Ven, ven>>, hacíéndome señas con la mano. Yuasa Joji, protagonista de Confesiones de amor (Alpha Decay), de Chiyo Uno, es un reputado pintor que, a mediados de los treinta, regresa a Japón tras una estancia de algo más de diez años en el extranjero. Una estancia fuera, lejos, más bien definida por los alojamientos provisionales, y por una relación marital en proceso de progresivo deterioro. Su regreso se acompasa a la ruptura de la relación marital. ¿A dónde regresa?¿Qué le hace volver? Siente extravío, como si la realidad fuera por delante de él. Esa misma sociedad que fue su lugar de origen es un espacio que le causa extrañeza. La relación con cuatro mujeres conforma ese cuadrilátero emocional definido por la presunción (cree saber lo que siente) y el extravío. Y, sobre todo, el desajuste. Consigo mismo, con su entorno, con las mujeres. Las piezas no encajan. En primer lugar, una mujer, Takao, que avasalla con sus modos de aproximación, que descompone y difumina los rígidos códigos, de la sociedad japonesa, que asignan modos de conducta al hombre y la mujer. Takao insiste, de modo abrumador, en que se conozcan, fundamentada su petición en que quedó prendada de él sólo con verle en un vagón de tren. Takao mira frontalmente cuando no era norma social, ni siquiera en una conversación. O camina delante de él, cuando una mujer, entonces, se suponía que debía ir detrás. La conoció en tránsito, en un tren. En tránsito, aunque no lo sepa, se encuentra Joji, como quien intenta perfilar la pintura de la realidad que habita, sin saber aún si le habita a él, si se desplaza al son de lo que ignora o no controla. Refleja, además, una colisión con una sociedad con la que no logra sintonizar ya, por su apego prioritario a las apariencias, a la observación cuadriculada de unos códigos y unas normas.

Él creía que era mejor no destruir mi hogar, aunque solo fuera para guardar las apariencias, fueran cuales fuesen mis sentimientos, y su opinión hacía eco al modo de sentir general de mis amigos, que se preocupaban por lo que la gente pudiera decir de mí.

Otra mujer, Tsukayo, es aquella por la que siente una atracción que le supera, como si le atrajera el hecho de que se le escapa, por su condición fluctuante, por las presiones que sufre de su familia, el peso de unas tradiciones que determina la dirección de las relaciones, haya sentimiento o no compartido. Va detrás, porque, de hecho, va detrás de sí mismo, aunque a la vez vaya a la contra. ¿Por qué siente lo que siente?. Por eso, se engaña pensando que quizá se enamorara de la circunstancia, del juego, como si de ese modo pudiera desprenderse de la asfixia y desazón de la frustración. Se agarra al clavo ardiendo de cómo se considera a sí mismo, un hombre que nunca sintió nada especial por ninguna mujer, como si se desplazara por superficies, en las coordenadas dibujadas por la tradición, la respetabilidad de una relación marital, las meras apariencias, y el placer recreativo con las prostitutas, otro trámite en otro escenario. La contradicción se enrosca en su discernimiento y conducta.

Me repetía a mí mismo:<<Yo no soy de los que se hunden por un desengaño amoroso>>. Las circunstancias que me habían llevado a casarme con mi mujer ocho años atrás, o las relaciones con las mujeres con quienes había vivido en el extranjero, nada habían tenido que ver con el amor. ¿Había sentido amor en alguna otra ocasión? No, nunca. ¿Enamorarme yo? No era del tipo de hombres que se enamoran. Yo era simplemente era un truhan que había aprendido a la perfección sus lecciones en Europa y que tenía la habilidad de fingir amor. Era ridículo que un hombre así se hubiera enamorado perdidamente de una mujer como Tsuyuko, y que ahora sufriera cruelmente el desengaño, mientras sus amigos andaban con murmuraciones sobre si acabaría suicídándose.

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La tercera mujer, Tomoko, es la mullida huida, la confortabilidad de la no implicación emocional, la complacencia de la sumisión, la cura de las heridas del despecho y la frustración. La expresión borrosa de Tomoko en la que se traslucía la fragilidad de una mujer que se sometería ciegamente a un hombre, cautivó mi corazón. Aún más, en ella siente la ilusión de cálido hogar, que nunca había sentido. En una vida dominada por el temblor de la fluctuación, opta por un breve intermedio, como una pausa de rodaje, por dejarse mecer por el autoengaño de una relación que no es problemática, que no contraría, que no se escurre con sus enigmas o veleidades. O su simple discrepancia. Más que sentir un gran amor por ella, me atraía el ambiente cálido que reinaba en su casa, y, solo, por esta razón, había decidido avanzar una casilla la pieza de ajedrez de mi vida. La cuarta mujer, Matsuyo, siempre como telón de fondo, es su esposa, la espiral de la realidad instituida sobre los consensos contractuales que se puede tornar también despecho afilado. No importan los sentimientos, sino la complacencia del ego.

Aquel era un verdadero hogar. Pensándolo bien, yo no lo tenía, y desde que había regresado a Japón mi casa no era más que una prolongación de los alojamientos provisionales que había tenido durante mi estancia en el extranjero. Más tarde, cuando empecé a frecuentar la casa de Tomoko, yo, que había encontrado mi propio hogar, sentí que había reencontrado algo grato, perdido cuando aún era muy pequeño, y esta sensación me cautivó y permaneció en mi corazón.(...) Y entonces aquel sentimiento de vacío ante la existencia volvió de repente a mi corazón. Lo que hacía era simplemente dibujar en la arena, me dije, y cuando este pensamiento cruzó mi mente, Tsuyuko empezó a llorar como si se lo hubiera transmitido a su cuerpo.

En su trayecto que es más bien ofuscada agitación, oscilando entre las cuerdas de ese cuadrilátero emocional, Joji perfila ese vacío del que huía, y en el que se agitaba convulsivamente, como la maleza arrastrada al viento, como quien comprende que no ha logrado habitar la realidad. Las luces siempre estaban lejos, no estaban relacionadas con él. Intentaba convertirlas en trazos de una pintura que perfilara la realidad que sintiera como hogar y horizonte, pero meramente dibujaba en la arena, escurridiza, variable. Los trazos se descomponían, y reconvertían, con otra apariencia que resultaba otra ilusión acorde a su estado emocional. Cada mujer reflejaba los matices de su relación con la realidad. Meros reflejos de su ofuscación.

Busqué el amor de Tsuyuko como un niño ansía el pecho de su madre, con desesperación, pero independientemente de lo lejos que hubiera llegado nuestra historia, mi corazón no había encontrado refugio en ella. Tenía la sensación de estar andando por una ciudad azotada por el ciento. Al anochecer, las casas iluminadas pertenecían a los demás. Yo seguía andando bajo el viento hasta el infinito y no sabía quién me obligaba a hacerlo. Cuando yo pensaba que yo quizá era un hombre que sólo podía vivir de aquel modo, tenía la sensación de que aunque decidiera interrumpir aquella existencia con la muerte, no haría sino seguir el camino que tenía trazado. Yo había sido perseguido y acorralado hasta el lugar donde me encontraba ahora.

Chiyo Uno (1897-1996) también se resistió a ser una mujer tradicional, prisionera de un rol funcional asignado (suplemento doméstico del hombre y madre). Como signo distintivo, fue una de las primeras japonesas, en la década de los veinte, en cortarse el cabello. Estaba decidida a perfilar su realidad acorde su propia voluntad, no a modelos prefijados. Del mismo modo podía dejarse influenciar por otras culturas, como la estadounidense Ya se había separado de su primer marido, y sus obras ya habían conseguido cierto reconocimiento, pero sería Confesiones de amor, en 1935, la que le proporcionaría el éxito. El pintor protagonista está inspirado en Seiji Togo, con quien mantuvo una larga relación sentimental. También se convirtió en célebre diseñadora de kimonos. De un modo u otro, era ella la que estaba determinada a vestir su realidad propia.