Andrei Zvyagintsev concibe un trágico y desolador fresco sobre la sociedad actual rusa. Una sociedad que se desmorona, corrompida y desorientada a causa de la especulación y la degradación moral provocados por un voraz capitalismo que lentamente va despedazando a sus súbditos, sobre todo a los que pertenecen a las clases más humildes.

Ya esa imagen, provista de un cierto carácter icónico, del adolescente sentado sobre una roca en la orilla del mar ante un gran esqueleto de una ballena viene a ser en cierta manera la metáfora del cuarto film dirigido por Andrei Zvyagintsev. El Leviatán del título, que se refiere al monstruo bíblico y que Thomas Hobbes utilizó como elemento alegórico en su libro del mismo título para analizar la naturaleza humana y su organización en la sociedad, sirve también al cineasta ruso para concebir una escalofriante radiografía de la Rusia contemporánea, una parábola sobre la corrupción del sistema, sobre los tejemanejes y las manipulaciones del poder político, en este caso a nivel local, que va demoliendo a las clases más humildes. Una práctica también de sobra conocida en nuestras latitudes.

 

En una pequeña localidad a orillas del mar de Barent vive Kolya (Aleksey Serebryakov), un hombre de mediana edad y mecánico de profesión, con su segunda mujer Lilya (Elena Lyadova) y el hijo adolescente de aquel habido de un primer matrimonio. Su casa de madera posee un enorme ventanal sobre el que se ve el vasto paisaje con el mar al fondo. Pero el alcalde de la población (interpretado por un magnífico Roman Madyanov) quiere expropiar el terreno y derrumbar la casa ya que tiene  previsto desarrollar un plan urbanístico en aquel paraje por lo que no duda en recurrir a todo tipo de estratagemas, desde el soborno hasta la extorsión, con tal de deshauciar al protagonista. Por ello Kolya pide ayuda a Dmitriy (Vladimir Vdovichenkov) un amigo suyo de antaño que ejerce como abogado en Moscú para plantar cara a las artimañas del edil. Pero al mismo tiempo, el letrado se convertirá en una figura que contribuirá a la desestabilización del ya de por sí frágil núcleo familiar de Kolya.

A partir de estas pautas, Zvyagintsev concibe un tan excelente como turbador, y por momentos, sórdido retrato de un grupo de seres atrapados en un extenso paisaje con barcos de pesca varados y semihundidos en la orilla, con viejas casas de madera diseminadas por la costa, todos ellos a modo de testigos mudos de que hubo tiempos mejores. Pero ahora son los restos de un naufragio, el de un mundo rural en vías de extinción que está a punto de ser fagocitado por el nuevo capitalismo aquí personificado en el corrupto político quien desea apropiarse de aquellos terrenos. Sin embargo, y a pesar de su belleza y su inmensidad, aquellos áridos parajes poseen su contrapunto con esos otros más artificiales como son las salas de los tribunales o las estancias del ayuntamiento, lugares asépticos, grises, impersonales. Pues tanto a unos y otros les une el hecho de que en ellos ha intervenido la mano del hombre, unos a través de la especulación, convirtiendo la belleza natural en un sórdido lugar poblado de ruinas, otros para dictar las leyes que favorecerán al más poderoso, como Zvyagintsev muestra de manera crítica con esa larga y monocorde perorata que es la lectura de una sentencia contra el protagonista. Espacios a su vez habitados por seres atrapados, unos por sus ambiciones, otros por ser víctimas. Pero todos ellos con unas vidas marcadas por el derrumbe, por la desorientación que han traído esos nuevos tiempos. Y todos, o casi todos, parecen canalizar sus frustraciones o su impotencia a través del vodka. Porque Leviatán es un film donde se bebe mucho.

 

Kolya es un perdedor, o más bien un superviviente que subsiste con pequeños arreglos, como su mujer Lilya es una joven que se siente prisionera, aislada en aquel lugar desolado donde apenas hay nada que hacer, por ello le pide a Dmitriy que trate de convencer a su marido para que se marchen a otro lugar con mejores oportunidades. Al igual que el hijo adolescente de Kolya, quien se reúne con sus amigos en las ruinas de una pequeña iglesia y donde, en torno a una fogata, beben y fuman. Una proverbial imagen sobre el futuro al que parecen destinadas las nuevas generaciones de jóvenes. Y si la aparición del abogado significa en cierta manera un soplo de aire fresco para la familia, por ser quien dispone de las suficientes herramientas legales para enfrentarse al alcalde, también será quien acabe desestabilizando a la familia del protagonista.

Leviatán es una invectiva en la Zvyagintsev arremete incluso contra los mitos soviéticos, como se pone de relieve en la magnífica secuencia de la excursión en el campo, en la que Kolya, su familia y el abogado pasan un día en el campo junto con varios amigos, uno de ellos policía de tráfico. Mientras sus mujeres preparan la comida, ellos se divierten bebiendo vodka y disparando a las botellas vacías. Cuando estas se acaban, el policía saca del maletero las que van a ser sus nuevas dianas, es decir, varios retratos de antiguos líderes de la nación como Brezhnev, Lenin o Gorbachov. Y no trae el de Yeltsin pues, según dice, no está a la altura de los otros. Retratos que a su vez poseen un nexo con aquel de Putin que tiene el alcalde colgado en su despacho, una imagen en cierta manera caricaturesca por la pose que aquel presenta.

 

Pero Zvyagintsev no deja títere con cabeza y el poder religioso también está presente en la película, en la figura del pope ortodoxo que mantiene varios encuentros con el edil y a quien muestra como otro lobo más, aunque bajo esa entrañable apariencia que emana por su posición de patriarca espiritual, con sus pausados gestos y su pulcra indumentaria.

Una tragedia captada por la sobria fotografía en tonos grises y pardos de Mikhail Krichman, el director de fotografía habitual de Zvyagintsev y enfatizada por Akhnaten, la ópera de Philip Glass cuyo título da nombre al faraón quien fuera además marido de Nefertiti. Tragedia que se resume en ese esqueleto de ballena varado en la orilla que el adolescente contempla con tristeza, una suerte de metáfora sobre el hundimiento, sobre su futuro incierto ante la degradación de una sociedad corrompida por la ambición de la plutocracia.