Blue Ruin ha sido una de las sensaciones del año en el terreno del cine independiente. Dirigida por el debutante Jeremy Saulnier e interpretada por un soberbio Macon Blair, la película transita el género del thriller de venganza, al menos como punto de partida.



La película comienza con un vagabundo que vive como puede, donde puede y con lo que puede. Pero de repente, todo cambia cuando decide llevar a cabo una venganza cuya naturaleza no conocemos hasta más tarde. A partir de ahí, Blue Ruin se convierte en un thriller violento, no solo por un exceso de violencia, sino porque cuando la hay posee una enorme fisicidad y visceralidad; y no solo física, sino también atmosférica, contextual. Saulnier ha realizado una película consciente de sus reducidos medios, a los cuales saca el mayor rendimiento posible con un trabajo de perfecta economía narrativa, jugando con pocos elementos, pero los justos para poder dar forma a una historia de familias enfrentadas en las que no falta un toque de humor negro que introduce un contrapunto al dramatismo de la narración pero, a la vez, sirve como comentario crítico hacia la sociedad. El amigo de Dwight (Blair) y las armas que tiene en casa y la facilidad con la que mata a un hombre se encuentran entre lo mejor de la película. Es una visión brutal de una Norteamérica en la que la violencia se ha asentado en la sociedad, o en algunas partes de ellas, tampoco se debe generalizar, y Saulnier lo hace con un toque de humor negro, muy negro, que sirve para rebajar el tremendismo y que resulta mucho más certero. Y es que Blue Ruin acaba siendo un relato sobre la violencia, sobre la facilidad para devenir asesino cuando uno ha perdido todo y ha ido alimentando, durante años, su venganza, la necesidad de consumarla. Pero también sobre la defensa de la familia hasta niveles irracionales.



Si bien la historia de la película presenta algunas salidas de tono y algunos giros narrativos que no acaban de funcionar, por rebuscados o retorcidos, lo que acaba interesando es la capacidad de Saulnier para retratar a los personajes, a Dwight particularmente, y al contexto en el que se mueven. Y esta visión contextual viene perfectamente traducida por un trabajo de puesta en escena elegante y geométrica, atenta a la construcción y al sentido de cada encuadre, sin los manierismos muy propios de debutantes, apostando por un minimalismo visual lleno de significado antes que por la acumulación de elementos. Por eso Saulnier tiende hacia los planos generales, a veces muy panorámicos, que rompe con acercamientos muy directos a los personajes, creando una clara contraposición estilística. Con los primeros contextualiza, pero también vacía: uno de los puntos de interés de Blue Ruin es la visión de una Norteamérica vacía, desolada, que recuerda, salvando mucho las distancias, a la que muestra David Fincher en Perdida: un país vacío de contenido, como los planos, a pesar de que en ellos sucedan tantas cosas. Se trata de algo atmosférico que va creándose de manera secuencial, casi imperceptible. Una visión nihilista que tiene su mejor ejemplificación en esa historia que, poco a poco, se convierte en un descenso a los infiernos de Dwight, quien arrastra a sus enemigos hasta un final tan violento como descarnado.

Saulnier ha conseguido con Blue Ruin una película impoluta estilísticamente y, sin embargo, sucia, visceral, desagradable e impactante, en la que acaba siendo muy importante el trabajo visual por encima de la historia, porque es aquel el que da sentido a esta, la cual por desgracia muestra, como decíamos, algunos elementos de guion que no acaban de ser convincentes, aunque no estropean un resultando, en general, muy bueno. El de una película que tiene las textura del mejor cine B e independiente y el tono y el nihilismo desgarrador de ciertas novelas noir. A lo que se añade esa visión de una sociedad con heridas abiertas que solo pueden, al parecer, cerrarse de manera violenta.