Hay artistas que viven con miedo a que su estilo acabe reduciéndose a una fórmula, y que ésta, de tanto repetirse, se gaste, hastíe al público. No es el caso de Rafael Álvarez El Brujo. Los taquillazos, los seguidores que se cuentan por centenas, el talento y la amplia gama de posibilidades que ofrecen sus personalísimos espectáculos, son, probablemente, un excelente abono de seguridad.


Todo comenzó hace unos quince años. El Brujo había alcanzado ya un estadio en el que se lo respetaba (y mucho) como actor, a raíz de sus populares trabajos en cine y televisión (El crack, Juncal), y, por supuesto, de su labor en las tablas. No en vano, fue cofundador, junto con José Luis Alonso de Santos, Gerardo Malla y Jesús Cimarro, de Pentación, que aún hoy es una de las mayores productoras teatrales de nuestro país. Un día, cuando a las salas pequeñas y los bares aún no les había entrado la fiebre de programar esos monólogos cuyo mayor gancho son las caras televisivas, El Brujo cayó en la cuenta de que tenía que explotar su veta de monologuista –entiéndase de un monologuista que juega en otra división a la mencionada-. Se le daba bien, se sentía cómodo y quería emular a Vittorio Gassman, que en los años ochenta lo había dejado subyugado con una alocución teatral de tales características. Así que, inspirándose en él, e importando, en cierta medida, su estilo, ideó este formato personal que tanta fama le está dando, y donde cobra pleno sentido la célebre cita de Moliere que dice que el teatro es el arte de seducción del público.


El Brujo se ha convertido en un juglar del siglo XXI, en esa figura que han encarnado sobre todo los italianos; en los últimos años, en especial, Darío Fo y Roberto Begnini. Así, actuando como un profesor, El Brujo articula sus entretenidísimos montajes con una doble estructura, que funde la diversión y la pedagogía. Él solo en escena y hablándole al público directamente, cada pieza la dedica a una obra clásica; nos ha deleitado ya con La Odisea, El Quijote, El Lazarillo de Tormes, con títulos de Shakespeare o con uno de los que lo hacen sentir más satisfecho, El Evangelio de San Juan, por el que se decantó a raíz de una estancia, a lo Leonard Cohen, en el Monasterio de Silos, donde ofrecía representaciones teatrales a los monjes que le daban cobijo. Y del clásico en cuestión, no solo recita pasajes, con grandísimo talento, oficio y expresividad, y derrochando la excelente condición física que requiere un tipo de teatro tan corporal como el suyo: también lo glosa y analiza, demostrando haberlo investigado en profundidad, a veces durante años, y nos va sugiriendo ideas para aplicar sus enseñanzas al presente. Conforma, de tal manera, una estupenda invitación escénica a acercarse a esos textos, que también adereza narrando –y qué bien narra- anécdotas y chascarrillos, con referencias a la actualidad y con improvisación. Una improvisación que le da una vuelta de tuerca a cada función, que la torna en algo único, exclusivo, adaptado al estado de ánimo del público sentado ese día en las butacas, con el que El Brujo interactúa. A veces, invitando a algún espectador a subir a escena o haciéndole sugerencias irónicas si le suena el móvil, como por ejemplo que no se pare a contarle toda la obra a quien lo llama. Otras, buscando su complicidad o su sobresalto soltándole perlas relacionadas con la actualidad más inmediata. Perlas ácidas y libres, despreocupadas de si alguno de los presentes puede molestarse. Es más, si hay algún político en la sala al que El Brujo pueda poner colorado, lo hará, porque su Daimon, ese duende del que hablaba Valle Inclán, ese “otro yo” un poco gamberro que todos llevamos dentro, le indica que es justamente entonces cuando tiene que ponerse a reivindicar.


De los espectáculos de El Brujo uno sale reído, aprendido y reflexionado. Hay libros, entre ellos muchos clásicos, que nos cuesta trabajo leer, porque son exigentes en su forma y contenido. Pero hay que conocerlos, porque cambiaron el curso del Arte y porque nos dejan poso, nos ayudan a defendernos, no vuelven a la cabeza a lo largo de la vida. Con sus montajes, El Brujo nos los acerca. Por otro lado, sus apuestas escénicas por los clásicos, que suele estrenar en festivales consagrados al género como Mérida o Almagro, son de lo más pertinente dado que la literatura actual tiende a ser realista y promueve un pensamiento lineal, mientras que la clásica, por la que apuesta El Brujo, es más metafórica y favorece una mente simbólica, que discurre más, y se amplifica acostumbrándose a conectar conceptos y desentrañar significados.


Cuando El Brujo comenzó con estos espectáculos, las malas lenguas pusieron en circulación el rumor de que se lo había montado por su cuenta porque no tenía buena relación con muchos de sus compañeros de profesión. Quién sabe, puede que así sea. Desde luego, es sospechoso que uno de los mejores y más seguidos dramaturgos españoles no ha haya ganado ningún Premio Max. El Brujo está estos días en los Teatros del Canal, asomándose a una obra de un destacado autor latino del siglo II, Lucio Apuleyo, El asno de oro, considerada una de las primeras novelas de la historia. Una gran oportunidad para conocerla, en la que seguro que no faltarán referencias a Bárcenas o Pablo Iglesias. A El Brujo, hay que seguirlo. Pase lo que pase.


El asno de oro. Hasta el 8 de febrero. Teatros del Canal. www.teatroscanal.com


Foto: Jero Morales.