El 20 de noviembre es una fecha como otra cualquiera. Con el invierno a las puertas, domina tanto el anticiclón como el panaché de verduras, y en los restaurantes baratos se imponen las judías con chorizo, las albóndigas y el pollo de mil maneras. También es el día en el que se cumplen 42 años de la muerte de Franco. Pero este asunto lo habíamos olvidado la inmensa mayoría de los españoles hasta que en los últimos meses los separatistas catalanes comienzan a ponerlo de moda.

Resulta que Su Excremencia vive entre nosotros sin que lo advirtamos, que España vive atenazada por la memoria del dictador, que Rajoy es un facha como aquel general y que nuestros policías nunca dejaron de ser los grises.

Vamos, que los españoles nunca hemos dejado de ser unos opresores del pueblo catalán, que vive desde la eternidad con el ansia de obtener un día la libertad y democracia plena que le dará la separación  de este país de caudillos y salvajes.

En estas andaba el país cuando mi amigo Quico y el que esto escribe decidimos hacer la comida periódica de cada semestre. “¿Y a dónde vamos este 20-N?” Se me ocurrió proponer una escapada a El Pardo, al restaurante La Plaza; allí preparan un rico arroz con corzo por estas fechas que seguramente ya se comía en el siglo XVIII. Además, dado que los xenófobos vuelven a poner de moda al extinto, sería la manera en que Quico, que no pone un pie en la población del Cristo desde ni se sabe cuándo, pudiera compartir, o no, la opinión que tengo sobre la tan mentada población madrileña. Para mí El Pardo, su palacio y jardines han quedado petrificados para la eternidad en los años 60/70: ladrillo rojo chorreado por la mugre del tiempo, árboles tristes y la lacerante ausencia de la guardia mora, el único aliciente de color que tuvo.

Pero él tenía otra opción menos aprensiva:  comer en el corazón mismo del barrio de Chueca. “Vamos a El Comunista.” “¿Cómo? ¿Existe aún?” “Está como toda la vida, incluso algo más ordenado y aseado.” “Pero habrá cambiado el menú, porque esa zona de Madrid ha cambiado de piel como las culebras.” “¡Qué va, todo sigue como antes!

El Comunista lo localizamos en la calle Augusto Figueroa 35, frente al revolucionado mercado de San Antón, en una calle repleta de zapaterías de muestrario, y enlace de Chueca con la calle Barquillo y el barrio de Justicia. Es decir, centro castizo puro y, ahora, la zona gay de Madrid, donde este colectivo pujante, creativo y lujurioso abre sus mejores tiendas y espacios para el recreo y el disfrute.

Pero no han podido tumbar a El Comunista. Allí sigue este negocio familiar sin interrupción desde  que hiciera sus primeras vendejas a finales del XIX.

Tras su enorme portalón rojazo te encuentras con lo que bien pudiera ser un viejo zaguán de casa tradicional que parte una vieja barra de zinc sobre la que ahora sobresale, como jirafa desgarbada, el grifo de una Mahou barata.

Desde aquí se divisa una sala no muy grande y un tanto irregular. Mesas de madera humildes y muy antiguas cubiertas de manteles de papel tan juntas que parecen mesas correderas. Allí todos podríamos hablar con todos.

Pero no está lleno. Comemos unas ocho o diez personas este lunes. Hay grandes huecos. Llego apresurado. “Quico, paso al servicio”. Pero el aseo no está al fondo a la derecha como de costumbre, sino de frente y a todo lo ancho. Sorprende entrar en una sala incluso amplia para las dimensiones del recinto. Por ella corretea un niño pequeño que pedalea en un triciclo y una señora, sentada en una butaca forrada de estampados desvaídos, se la ve atareada con un no sé qué primor que mueve entre las manos.

“¿El servicio?” “Ahí” Y señala de frente. Es un rectángulo chiquito y limpio, pero un mosquito se ha descolgado desde el ventanuco alto  que muestra una cara como llena de hollín. Al salir,  alargo a la señora una moneda, pues no hay mujer en el mundo que atienda aseos y no la acepte, o incluso la exija. ” No, no, no. Por favor, no.” Se sonríe y se retira hacia una esquina de la sala. Me quedo como un bobo y le comento la peripecia a Quico. Nos reímos mientras el pequeñín del triciclo asoma su pequeña gaita y nos mira muy serio desde su zona de recreo.

¿Qué comemos?” Por primera vez en muchos años estamos en un restaurante en el que conocemos todos los platos que nos ofrece la carta. Toda ella aparece en un folio escrito a máquina (incluso con erratas corregidas a bolígrafo) por sus dos caras y bien plastificado. Es la misma retahíla de platos que veíamos en los años setenta cuando éramos estudiantes pobres y que impusieron los restaurantes modestos  de Madrid que ya superaban el olor de las gallinejas. Mucha verdura, algunos pescados donde nunca falta la trucha, y la carne con el escalope de cerdo empanado es el rey. De helados y fruta: la comtessa y el plátano…  El vino tinto de frasca. Aparecen numerosos platos de 4 y 4,5 euros, y la mayoría no logra superar la frontera de los 10 euros, pues ahí debe estar para ellos la frontera entre lo barato y el precio que se nos escapa.

Nos dio por la verdura: panaché rico en su punto de acidez natural tan adictivo, y las croquetas caseras iguales que las que comíamos de pequeños: potentes, nutritivas y con asomos de bacalao. También unos revueltos. El vino se deja beber y no hay café, como debe ser en aquellos locales no autorizados para suministrar bebida tan estresante.

Tienes que descontrolar un poco para que la dolorosa se te vaya por encima de los 20 euros por persona. El servicio, sobrio y correcto, está a cargo del biznieto del fundador de la casa de comidas. Aquello es todo cosa de familia. El local tiene techos altos bien pintados y, curiosamente, se rodea de un silencio que no anuncia la disposición de las  mesas tan pegadas unas a otras. Será porque somos pocos, será porque en ese lugar se habla bajo por precaución, o será porque, sin ser conscientes, la presencia de Franco nos rodeaba en día tan señalado.

¡Qué pena, quién podría pensar que aquellos que más se beneficiaron tras su muerte, lo sacarían a pasear décadas después acusando de fachas a quienes más lo sufrieron!