En la gran ciudad es moda abrir restaurantes, bares de todo tipo e incluso
hamburgueserías en espacios mínimos: Pocas mesas, decoración con pretensiones de originalidad y coquetones. Aunque sólo algunos lo consiguen. En nuestro país no sobra la mano armoniosa, ni el dinero, claro. Estos locales buscan su personalidad y diferencia, bien sea en el atrezo, bien en la carta. Han generalizado el tuteo con el cliente y se manejan recomendando vinos como si fueran avezados alumnos de Parker.


Comida acelerada, restaurante1

Las cartas son cortas. Se afianza la alineación 6 x 6 x 6 –entrantes + segundos + postres-. Y suelen tener platos más que aceptables. El buen cocinero en España menudea y nuestro mercado está atiborrado de excelente producto. Ensaladas por centenares se acompañan de numerosos quesos -por cierto, ¿de dónde sale tanta burrata, acaso se han traído la Campania italiana a La Mancha?-, atún en numerosas formas y calidades, aunque gana el que enternece la plancha y el tataki; carrilleras, huevos de mil corrales enjaulados, bacalaos, ahumados, lubinas... Ah, algunos camareros  chillan a la hamburguesa como las abuelas a su nieta preferida.

Aunque la auténtica novedad de estas casas paridas por la crisis está en cómo nos apiñan entorno a mesas mínimas y sillas poco más grandes que las que sienta a sus babis mi sobrina Andrea. Te llega el aliento del vecino y notas con todo su olor el calor que desprende la prisa cuando llega ese comensal  veinte minutos tarde con el casco de la moto en su mano derecha y el morral de su parca, hecho un gurruño, entre la espalda y su única mano, dislocada y libre, que busca desesperadamente una salida. Sabemos que se traen entre labios no menos de ocho parroquianos de alrededor. Es como estar sumergido en el vientre de un Facebook al que no has sido invitado pero que una vez dentro nadie te va a rechazar. La intimidad aquí desaparece. Sabes al instante de qué leche está la señora de tu derecha, que te abanica a ritmo con su pasmina, y entiendes por qué su hijo, en época de adolescencia abrupta, pide una hamburguesa que semeja una montaña en tenguerengue. La mujer joven de enfrente te ha enseñado los dieciséis colores de su cornea mil veces en los quince minutos de su espera, y oyes cómo dos camareros planean largarse, así que queden dos mesas, sobre las cuatro de la tarde, "si el malagueño de la cocina no se aplatana".

No, estas novísimas salas no son aptas para los que pensamos aún que la intimidad es un bien digno de ser preservado. Obligan a desnudarnos al igual que esos comparecientes de televisión de sobremesa que acuden a los programas en horario infantil  para contar al mundo el número de ocasiones en que le fue infiel su novio, o la de cuernos que le puso en sólo una noche Jenifer a Josemi. Al menos en los bares tradicionales de bulla y los merenderos de chuletazas y vino con gaseosa el ruido ambiente hace imposible escuchar al vecino.

Pero en estos no. Para no oír como cruje la ensalada multicolor entre las mandíbulas de quien está a la espalda has de sofronizarte o -cómo es mi caso- concentrarte en tu hambre y en la charla compartida con el amigo, como el monje zen se sienta en sus chacras. Entonces engulles de la misma manera que se emplea el mastín con su pella diaria y hablas de lo que ocurre, o puede suceder, con la seguridad de un ulema en su púlpito.

Comida apurada, petit_appetit_ El restaurante ejemplo de lo que se cuenta



Estas comidas son así, aceleradas, carreras para beber, hablar y tragar durante media hora como una oca de engorde. Claro que estos lugares también tienen su punto. Aparte de los dos platos que te gustan tanto y el vino tan rico, tan barato y desconocido que te ofrecieron, encuentras con frecuencia algo distinto que te divierte, entretiene o incluso emociona. Hace unos días mi amigo Fito me llevo al Petit Apetit de la calle Argensola, de Madrid. Es un restaurante que encaja con el relato que vengo haciendo: te alcanzan todo tipo de tuis. No obstante, se come aceptablemente (tiene unas alcachofas de lujo, por ejemplo), un encargado, o dueño, atento, respetuoso y con ese bien parecido de los esbeltos que se ayudan de las canas que ya le acuden, y un tipo de cliente en el que abundan las mujeres maduras, cuidadas y parlanchinas.

Al salir reparo en este hecho y pregunto a mi sabio amigo Fito, por qué. "¿Y no te has dado cuenta? A las mujeres de más de cincuenta les va ese tipo de hombres guapotes como el que lleva esto. Seguro que vienen para verlo. ¿No te fijaste en que las dos que teníamos al lado no hacían más que cantarle las excelencias de sus platos mirándolo a los ojos?".

No, no había reparado. Estaba sólo concentrado en mi comida acelerada. Acaso para no escuchar qué decían a mi lado.