La prensa no se ha hecho, en general, eco de ello, pero hasta el 6 de Enero no ha sido firme la victoria de Donald Trump en las elecciones a la Presidencia de Estados Unidos: lo ha sido en la sesión solemne de ambas Cámaras, al hacerse público por el Presidente del Senado y Vicepresidente en ejercicio, Joe Biden, el recuento definitivo del voto ejercido por los compromisarios, con el resultado de 304 votos en favor de Donald Trump, 227 a favor de Hillary Clinton y los 7 restantes hasta los 538 existentes, repartidos en cantidades ínfimas entre otros candidatos.

Y que se sepa, por primera vez –en otras ocasiones lo fue durante la práctica del recuento- ha habido una impugnación parlamentaria en la sesión misma: la representante por Texas Sheila Jackson lo ha hecho en base a las noticias sobre el hackeo ruso y su influencia en el voto; no ha conseguido ser acompañada, como es exigible, por un miembro de la otra Cámara, lo que ha llevado a que su propuesta haya sido rechazada por Biden, quien asimismo ha expulsado de la tribuna de invitados a varias personas que – algo también inédito en un acto de esta naturaleza- han manifestado a gritos su disconformidad.

Y no parece que se desconvoquen las manifestaciones programadas contra la Presidencia Trump, tanto por el proceso electoral –dudas sobre Wisconsin- como por el entrometimiento ruso como – lo más determinante- por la personalidad del discutido vencedor y Presidente a partir del próximo día 20. El impeachment aleteará durante cuatro años.

Pero, ¿la inconsciencia, o resignación, de la ciudadanía yanqui le llevará a eludir, en esta irrepetible ocasión, el fondo del asunto y combatir de una vez el sistema electoral más antidemocrático que pueda darse para la elección de un Presidente de Estado, sea éste o no federal?

Veamos: En estas elecciones a la Presidencia de EEUU se ha dado un fenómeno singular: la perdedora ha aventajado en cerca de tres millones de votos al presunto ganador, casi el 4% de los emitidos, la mayor diferencia ocurrida nunca en su país, proporción que en ninguna otra votación presidencial en el mundo privaría al vencedor –salvo trampa o golpe de mano- de ocupar el cargo. Todo esto es muy serio, estamos hablando del “voto ciudadano”.

¿La inconsciencia o resignación de la ciudadanía yanqui le llevará a eludir de una vez el sistema electoral más antidemocrático que pueda darse para la elección de un presidente?

Me explico: las elecciones para dotación de cargos públicos, tal la de que estamos hablando, no obedecen a los conocidos modelos de “democracia participativa” (decisionismo directo) o “democracia representativa” (dotación de escaños), sino que atienden a lo que llamaríamos “democracia lideratoria” (elección de leader), propia de las Repúblicas presidencialistas.

Y si en la participativa procede delimitar temas y modos de pronunciarse (evitar planteamientos simplistas e inamovibles para temas complejos, vide Colombia y brexit), y en la representativa cabe modular resultados en aras de equilibrio entre circunscripciones y estabilidad gubernamental, en la elección sin más de un líder para todo un país y por todo un largo período, dotado de amplios poderes -como es el caso de Francia y otros países, singularmente EEUU- en esa elección, repito, no hay razón alguna para alterar el “un ciudadano, un voto, y un voto igual”.

El “primer martes después del primer lunes de Noviembre” de cada año bisiesto es elegida en Norteamérica una persona, no una sigla o una propuesta aunque a veces le acompañen.

Y quiénes de origen y por encina de “compromisos” eligen son, a su vez, personas, tantas como ciudadanos estadounidenses dispongan de voto y lo usen. A ese respecto, lo mismo da que el votante resida en California o Nevada, que su Estado sea más o menos poblado, provenga o no de los 13 originarios, haya sido o no esclavista.

Que existan mecanismos reductores para obtener mayoría sólida en el Congreso, igualación por Estados para el Senado en aras del equilibrio territorial de entre los 50 más Columbia… pase.

Pero que a una persona se la encumbra a una Presidencia capaz de decidir en mayor o menor -más bien mayor- grado sobre la vida de tantas personas como ciudadanos todos, votantes o no, y que sin embargo el voto de que éstos disponen sea de variable peso, mayor o menor según donde se resida…. ahí entramos en el campo del voto censitario, ahí la democracia se nos fue al garete. 

Que para elegir entre las personas Hillary o Donald, la también persona James, vecino de Austin (Estado de Texas), disponga de un voto de mayor peso que el que detenta Margaret, vecina de Albany (Estado de Nueva York), significa que a ésta última le han cercenado, por vivir donde vive, un derecho de voto ciudadano que en justicia le corresponde. Le han cercenado un trozo de su personalidad ciudadana, algo así como lo que en lo fisiológico supusiese arrancarle, de cuajo y a la brava, parte de su integridad corporal.

Y que encima, ese voto desgajado al ciudadano estadounidense se traslade a la libérrima– porque es así- voluntad de tan sólo 538 conciudadanos – la proporción media es de uno por doscientos mil presuntos representados – es algo que ofende a toda noción de democracia. (Ocasión para callarse por parte de nuestro Ministro de Exteriores al aseverar que “Trump ha sido elegido democráticamente”. ¡Ja!)

Parece llegado el momento para que ese gran país reflexione y acabe de una vez con un sistema, por discriminatorio, injusto y propicio a devenir en más de una ocasión –ojalá no sea ésta- suicida.