Evidentemente, el lobo ibérico es un perro menos señorito que el chihuahua que ladra su clasismo de friskies desde el regazo de una marquesa. El lobo ibérico es un perro que no ha pasado por la universidad de los humanos, por suerte para él. Es un perro sin Dios ni amo que aúlla su libertad a la luna anarquista de Kropotkin. El lobo es un señor al que nunca podremos domesticar con cocacola ni anuncios de El Corte Inglés, y a lo mejor eso es lo que nos fastidia.

El lobo lleva en sus hombros de estepa un abrigo de pieles, como un príncipe ruso de las montañas, y guarda detrás de los ojos amarillos un alma dulce. Porque el lobo es bueno por naturaleza; es el hombre el que lo corrompe, como dijo Rousseau, o, si no lo dijo, debería haberlo dicho. Efectivamente, el lobo no roba un ternero, una oveja, un cordero bíblico y posconciliar por avaricia, como hacen Goirigolzarri, el capo de CaixaBank, y otros empretarras, sino que roba para comer. Igual que hacemos los pobres.

Félix Rodríguez de la Fuente, que fue nuestro san Francisco de Asís, sabía todo esto y más. De ahí que se dedicase a proteger al lobo de los garrotes de los labriegos, que se vengaban de sus miserias en el cánido, cuando sus ataques iban freudianamente dirigidos menos contra el animal que contra sus señoritos. Pero siempre es bueno que haya un lobo en casa.

Biólogos, ecologistas, conservacionistas y particulares han luchado durante décadas como lobos a favor del lobo. Por ejemplo, Chloe Marco, una joven valiente y tímida a la que fotografié para Interviú. Con su desnudo rubio y ético reivindicaba los derechos del lobo. Para ello posó con dos aristocráticos perros lobunos, que se comportaron en el estudio fotográfico mucho mejor que cierta formación política en el Congreso. El dueño de los animales nos señaló al equipo las casi imperceptibles diferencias entre el lobo y el perro lobo, y todos nos preguntábamos cómo a un animal así algunos podían darle muerte, cuando el lobo solo vive conforme a la naturaleza, que es la clave de la felicidad, según los filósofos estoicos. Claro que en este país cada día más estupidizado por las pantallas y la anorexia cultural el único que lee a Epicteto es el lobo.

Interviú, en fin, ascendió, hace unos años, al cielo subterráneo de las hemerotecas, donde las polillas se comerán el cuerpo satinado y cuché de Marta Sánchez y el desnudo nórdico de Paula Vázquez, y yo sigo sin comprender el afán homicida de los cazadores ni las hectáreas de odio de ciertos ganaderos. Y es que hoy como muy tarde deberíamos entrar de una vez en el siglo XXI, pero algunos parece que quieren prolongarnos la Edad Media dos o tres centurias más.

En efecto, no había transcurrido ni un minuto desde que el Gobierno decretó la prohibición de matar al lobo en toda España, cuando algunos caniches autonómicos de Castilla y León comenzaron a soltar sus ladriditos en Twitter. Que irían a los tribunales para defender la caza del lobo en su territorio —la caza es un crimen organizado que maneja 6.475 millones en España—, que se arruinarían los ganaderos, que estaban dispuestos incluso a hacer flashback y llevar el caso a la mismísima Elena Francis. Y tal y tal.

De la misma manera que no todos los lobos son iguales —los únicos peligrosos son los de Wall Street—, tampoco todos los ganaderos comparten los prejuicios y malquerencias de los lupicidas. Empezando porque saben que matar lobos no reduce los asaltos a los rebaños, sino que los acrece. El lobo solo ataca al ganado cuando se fragmenta la manada por la muerte a balazos del líder, unos ataques que, según ASCEL (Asociación para la Conservación y Estudio del Lobo Ibérico), afectan “a menos del 1% de la cabaña ganadera en extensivo y a menos del 0,03% de la renta agraria española”.

De modo que, como tantísimos compañeros suyos, Almudena Rodríguez aboga inteligentemente por la convivencia entre ganaderos y lobos. En un pueblo de Sayago, a un salto de rana de la frontera portuguesa, esta profesional cuida de 350 ovejas de carne de raza castellana —las razas autóctonas no solo se adaptan bien al medio, sino que se defienden mejor del lobo— y practica lo que hoy llaman pastoreo regenerativo rotacional, que consiste, esencialmente, en respetar el sentido común de la naturaleza, algo revolucionario en una época dirigida por el sinsentido común. “Yo me protejo con una mastina y encerrando cada noche a las ovejas en la majada y electrificando la cerca”, me dice Rodríguez por teléfono. “Pero es que hay otros problemas más graves para la ganadería extensiva que el lobo. El principal, que no se reparten con justicia los fondos europeos de la PAC. Los mayores beneficiarios son los que menos necesitan esas ayudas: los terratenientes, que son agricultores y ganaderos de sofá, las grandes empresas y los grandes productores. Los pequeños nos quedamos con las migajas. El lobo es una cortina de humo para ocultar otros problemas mucho más serios”.

Abundan los estudios científicos que prueban los beneficios del lobo. Por de pronto, el lobo no solo practica la guerra de guerrillas contra el jabalí y el corzo, contiene las zoonosis y preserva el equilibrio de los ecosistemas, sino que también es maternal como una prima solterona. Lo demuestra que, de no haber sido por la loba que amamantó a Rómulo y a Remo, hoy no tendríamos el Coliseo, el derecho romano, la lírica de Catulo, el cine de Visconti ni los espaguetis a la carbonara. Ni la belleza perturbadora y como cartaginesa de Sophia Loren.

El lobo, pues, debería figurar en el panteón de los héroes civilizatorios junto con Gilgamesh y Prometeo, pero los cazadores, con su dialéctica de coñac y rifles, prefieren crucificarlo como a Cristo en la sierra de la Culebra, ese espacio que, desde el pasado 22 de septiembre, al igual que todos los demás al norte del Duero, ha dejado de ser el Gólgota de los lobos para convertirse en su reino. Auuuuú.