Conocíamos la noticia hace unos días. Una joven iraní, Masha Amini, había muerto tras ser detenida por la que se hace llamar policía de la moralidad -yo le daría muchos otros nombres diferentes- por el terrible crimen de no llevar el velo, obligatorio para las mujeres, colocado del modo que a los hombres les parece correcto. No sé si le veía un mechón de pelo o dos y, además, no me importa lo más mínimo. Lo que sí me importa, y mucho, es que esa joven, que aquel día salió de su casa con toda normalidad, nunca regresaría, porque no sobrevivió a una supuesta reeducación para purgar su pecado.

No es la primera barbaridad de este cariz que conocemos y temo que no será la última. Pero, por alguna razón, este caso ha prendido una mecha que en otros no acababa de cogerse. La famosa gota que colma el vaso.

La muerte de Masha ha desencadenado una ola de protestas en el país y de solidaridad fuera de él. Y, aunque tanto unas como otra son válidas, no podemos dejar de aplaudir el valor de las primeras. Porque en un lugar donde salir con un centímetro menos de tela en la cabeza te puede costar la vida, salir a la calle a quemar velos y a protestar es un acto de valentía sin límites.

La cosa, además, no quedaba ahí, sino que traspasaba fronteras y ámbitos. Apenas unos días más tarde, una periodista, Christiane Amanpour, se negaba a ponerse el velo para entrevistar al primer ministro de Irán cuando se encontraba en Nueva York. Se quedó sin entrevista, pero no sin dignidad, algo que no puede predicarse de quien iba a ser su entrevistado.

La cuestión del velo islámico es un tema delicado, sin duda, sobre todo en un Occidente ajeno a esa costumbre, aunque vea con normalidad que las monjas lleven toca y que las mujeres, hasta hace un tiempo, hubieran de llevar mantilla para ir a misa. Pero, sea cual sea el criterio, lo que es incontestable es que no puede imponerse a quien no quiera llevarlo. De ninguna de las maneras. Y menos aun castigar por faltar a esa obligación con resultados tan terribles como la muerte de Masha.

Pero el velo, en realidad, no es más que la punta del iceberg de unos regímenes -me niego a llamarlo “cultura”- que ahogan a las mujeres hasta hacerlas invisibles, que ignoran los derechos humanos y que utilizan la fuerza porque jamás tendrán la razón.

Esperemos que la muerte de Masha no acabe siendo olvidada. No corramos un tupido velo.