Que nuestro sistema procesal penal necesita una reforma es una verdad incontestable en la que todo el mundo está de acuerdo. Un esquema ideado en el siglo XIX, cuando el índice de analfabetismo era elevado, la población era mayoritariamente rural y los traslados de un lugar a otro se hacían, por quienes se lo podían permitir, con vehículos de tracción animal, nada tiene que ver con nuestra realidad actual. Y, por más que se han ido introduciendo reformas encajadas como remiendos en una colcha de patchwork, la colcha revienta por sus costuras y ha acabado perdiendo su forma original.

El problema, por tanto, no es el qué, sino el cómo. Una cuestión cada vez más politizada sembrada de proyectos que acabaron en el baúl de los recuerdos y con las que cada gobierno pretendía dejar su herencia a una historia que nunca llegó a fraguar.

Una de las claves es, sin duda, la atribución de la instrucción al Ministerio Fiscal, una cuestión que sigue teniendo sus más encarnizados detractores tanto dentro del mundo de las togas como fuera de él. Y eso, aunque sea el sistema seguido por la mayoría de países de nuestro entorno, salvo Hungría y nuestro país.

No se trata de algo nuevo. Todavía recuerdo que, en mis primeros días en la carrera fiscal, ya publiqué un artículo a favor de la supuestamente inminente atribución a la fiscalía de la instrucción. Hace treinta y tres años y aquello que se suponía inminente no llegó a nada y seguimos igual. Y eso que la preparación jurídica de los miembros de la carrera jurídica es indiscutible, puesto que la oposición y el examen de ingreso en las carreras judicial y fiscal es común.

No obstante, no voy a insistir en que la fiscalía está sobradamente preparada para asumir ese reto siempre que disponga de una cobertura legal y de medios adecuada, porque resulta obvio. Donde quería poner hoy la mirada es en otra pregunta. ¿Por qué, si se tenía tan claro este cambio de paradigma, se ha realizado una reforma exprés con anterioridad que vuelve del revés la estructura de la administración de justicia existente?

Y es que en 2025 ha entrado en vigor la llamada “ley de eficiencia del servicio público de justicia”, que nos ha cambiado la estructura y hasta la nomenclatura. De hecho, los juzgados ya no son juzgados sino plazas de tribunales de instancia, que forman parte de secciones, y su personal ya no es propio sino compartido. Es decir, un esquema radicalmente diferente del que solo el tiempo dirá si consigue su objetivo o solo se trata de los mismos perros con distintos collares. Objetivo que, por cierto, debería ser no tanto la “eficiencia” sino la “eficacia”, pero ya se sabe que la exquisitez lingüística nunca ha sido patrimonio de nuestra legislación en materia de justicia.

Por eso me sigo preguntando por la necesidad de una reforma urgente de este calado, que tendría que alterar, incluso, hasta la estructura de los edificios judiciales, si la idea es darle de nuevo, en un par de años, la vuelta como un calcetín para que instruyamos los fiscales.

Desde luego, no hay que ser pitonisa para aventurar que el proyecto de nueva ley de enjuiciamiento, que necesita de una amplísima mayoría en el Parlamento para ser aprobado, tiene más bien pocas posibilidades de salir adelante, pero lo cortés no quita lo valiente, y sus autores deberían apostar por ello. Y si es así, no parece tener demasiado sentido enfrentarnos a una reforma previa que no camina en la misma línea. Salvo que el objetivo sea volvernos tarumba, claro.

Como siempre, el tiempo será quien contestará muchas de estas cuestiones. Pero, como digo siempre, la verdadera apuesta por la instrucción del Ministerio Fiscal la veré cuando se convoquen más plazas de fiscales que de jueces y no al revés. Se tendría que avanzar en acortar la brecha -los miembros del Ministerio Fiscal somos menos de la mitad que los del Poder Judicial- y no en agrandarla.

Mientras tanto, emularé a Santo Tomás y esperaré a tocar la llaga para creerlo. Es lo que hay.

SUSANA GISBERT
Fiscal y escritora (@gisb_sus)