“Hasta las narices me tienen”, se queja este sexagenario que recoge el aluvión de plásticos tirados por los domingueros alrededor de su casa, un cortijo en medio de chumberas, petirrojos y un riachuelo que se estira entre eucaliptos, y a donde hasta hace poco solo llegaban los patrol de la Guardia Civil y tres cabras bohemias de Robinson Crusoe. El hombre, alto y nervudo, ahuyenta el sudor de la frente de un manotazo. Un turbante de color azafrán se le enrosca en las rastas, que le enmarañan la cara angulosa.

Ni un jipi rezagado, ni un marginal plañidero. Hans es un antiguo profesor de filosofía alemán que, solterón de una novia que lo dejó con Wittgenstein y el gato, llegó a España con el doble propósito de olvidar a la chica y limpiar las costas galaicas de la diarrea negra del Prestige. Luego autostopeó por el mapamundi. En Vanarasi, meditó durante dos años, alimentado solo de té. Hans se define a sí mismo como un ser humano que únicamente quiere vivir como tal en medio de la naturaleza o en lo que queda de ella. Por eso, si tiras un papel al suelo, has tirado un contenedor de basura en tu interior. No hay diferencia entre naturaleza y cultura. “Pero nos quedaremos sin las dos, de seguir así. Hemos estado habitando el planeta como dioses tarados y vamos a perderlo como monos histéricos”, profetiza.

A pesar de que el edén lleva cerrado más de ocho mil años, Hans, de regreso a Europa, descubrió el modo de entrar en él a través de un valle del sur de Granada, después de contribuir a purificar de chapapote las costas gallegas y de recaer de nuevo en la soltería, esta vez de una cordobesa. Y en este lugar granadí hasta ayer apartado y limpio, sigue viviendo. Aquí discute a voces con el Tractatus de Wittgenstein, aquí escribe, aquí lee, aquí alimenta a seis gallinas y talla figuras de madera que vende en ferias y mercadillos locales. Cada vez más preocupado, eso sí, y señala el saco lleno de desperdicios entre los pies desnudos. “¿No era Francis Bacon el que decía que debíamos someter la naturaleza y hacerla nuestra esclava? Botellas de plástico y mierda. Esta es la herencia de su filosofía. Voy a tirarla a un contenedor del pueblo. Vuelvo en seguida”.

“Despilfarramos muchísimo y eso, aparte de un insulto a los que no tienen que comer, es insostenible”

Una nube de polvo persigue a la furgoneta. Observando el atardecer en las montañas, pienso que el progreso nos ha dado las pirámides de Egipto, la poesía de Horacio, la penicilina, el paso de cebra, Internet, los derechos humanos, la ópera, las tiritas… Pero también las armas nucleares, Monsanto, el deshielo de la Antártida, la agonía del mar de Aral, el irrespirable Tokyo, la contaminación planetaria… Y para muchos empiezan a pesar más los inconvenientes que las ventajas. Cínicamente, podemos desentendernos de la pobreza de cientos de millones de personas, pero no de las cuestiones medioambientales, porque están en nuestras vidas. Cada vez son más frecuentes los problemas respiratorios y cardiacos asociados a la polución. En China, por ejemplo, se venden ya botellas de aire puro y es posible que muy pronto todos tengamos que respirar a través de esas branquias artificiales. El ambientalista brasileño José Lutzenberger sostenía que la ecología es, simplemente, la “ciencia de la supervivencia”. Pero ¿queremos sobrevivir? Es indudable que o acabamos con la hipnosis consumista y con un sistema económico depredador o nos convertiremos en verdugos de nosotros mismos.

Botella de plástico en una playa

Media hora después regresan la furgoneta de Hans y la nube de polvo entre las ruedas. Enmarcado por la portezuela trasera del vehículo, el filósofo se abraza a un manojo de acelgas. El turbante, ahora, caedizo. En una caja de madera, se entrevén calabacines, tomates, pimientos. Hans explica que en la frutería no los pueden vender porque ya no están bonitos, aunque estén sanos. Antes de tirarlos, los dan. “Despilfarramos muchísimo y eso, aparte de un insulto a los que no tienen que comer, es insostenible”, dice.

En el casco antiguo de Copenhague, hay un restaurante llamado Rub & Stub, situado en la planta baja de un edificio del siglo XVIII. Todos los días se sientan decenas de comensales a una mesa corrida, inclinados sobre platos elaborados con ingredientes a punto de caducar o recién caducados que, de otro modo, habrían ido a engrosar el casi billón y medio de toneladas de comida desechadas cada año en el mundo. Tras los pasos de Rub & Stub, el pionero en ofrecer este tipo de menús, otros restaurantes similares se han abierto en Europa. En España, hasta donde uno sabe, ninguno.

Botellas de plástico y mierda. Esta es la herencia de su filosofía

Hans rehoga en la sartén unas pencas de acelgas con un par de huevos. Mientras cocina, arguye que la ecología es más amplia que salvar árboles, gritar consignas o colgar pancartas. “La ecología no se compra en la teletienda ni en eBay. La hacemos o la deshacemos entre todos día a día”. La revolución verde debe ser política, mental y global. Pero le preocupa la desertización moral de los dirigentes. “Por no hablar —continúa— del imparable efecto invernadero de los medios de comunicación, que emiten 24 h al día noticias tóxicas. Eso crea en las personas un miedo y un fatalismo que paralizan cualquier acción”.

Lleva razón. Vivimos entre comodidades tecnológicas y estiércol emocional, atrapados como peces en los aros de plástico que unen las latas. Si no actuamos pronto, seremos como esas ballenas que agonizan en las playas vomitando decenas de kilos de plástico. “El siglo XXI será ecológico o no será —remata Hans—. Pero no sé si las élites políticas y económicas quieren hacer algo. Para ellas el mundo está bien como está”.

Hans apaga el fuego. Si esto fuera una película, ahora vendría un fundido a negro final, con la imagen fija en las olas en la isla de Henderson, a más de 14.600 km de las pencas que humean en el plato, una isla habitada solo por plásticos, el lugar con mayor cantidad de basura humana del planeta. Después, lenta, muy lentamente, pasarían los créditos.