Pertenezco a esa generación que desconocía la existencia de un montón de países de nombre impronunciable, incluidos bajo el paraguas común de la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) que, además, eran poco menos que el demonio, salvo cuando competían en las Olimpiadas, que alcanzaban la gloria. Mis hijas decían que teníamos mucha suerte porque solo tuvimos que aprender el nombre de una capital, Moscú, en lugar de todas las que tuvieron que memorizar ellas. Aunque su opinión acerca de nuestra fortuna cambiaba en cuanto sabían que no había Internet, ni ordenador, ni móviles, y que la tele solo tenía dos canales que cambiábamos levantándonos de la silla. Con eso, la cosa quedaba en tablas.

Por supuesto, las nuevas generaciones apenas saben nada de la Guerra Fría con que nos asustaron a los niños de la época. Yo casi tampoco soy consciente de ello. Era algo que existía y un buen día se acabó, sin que la guerra, tal como la concebía, llegara a estallar. De la única guerra que tenia noticias era de nuestra Guerra Civil, por las historias que contaban padres y abuelos y, sobre todo, por los silencios que nos envolvían. Algo de lo que solo he sido consciente al correr del tiempo.

Ahora, cuando asisto, desde mi sofá, con el mando a distancia en la mano y la posibilidad de elegir entre infinitos canales, a lo que está sucediendo en Ucrania, me hago cruces. ¿De verdad es posible que estalle una guerra? ¿Una guerra “de verdad”, con tanques, y misiles, y soldados? ¿Cómo podemos haber llegado hasta esto?

La verdad es que cuando sabíamos de noticias sobre envenenamientos de políticos, espías y otras cosas más propias de películas del siglo pasado que de nuestro flamante siglo XXI, me resultaba ajeno y hasta con un punto de irrealidad que me hacia tomar distancia. La falsa seguridad sobre la que nos asentamos seguía ahí, por más que cosas como una pandemia ya anduvieran advirtiéndonos de que no lo tenemos todo controlado.

También nos quedamos con la anécdota de ese encuentro entre políticos con una mesa infinita de por medio y unos cortinajes indescriptibles de puro barroquismo. Y la forma estuvo a punto de impedirnos ver el fondo, un fondo muy oscuro. Ucrania está aquí al lado, como quien dice, y una guerra con bloques enfrentados ya no es algo distante. Nos repercute en nuestra forma de vivir, y hasta en la de no vivir.

Parece mentira que, cuando todavía no nos hemos repuesto del golpe de la pandemia, duro pero inevitable, tengamos que padecer una guerra, igual o más dura pero evitable. O así, al menos, debería ser.