Dicen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, pero Mariano Rajoy no es un hombre, es un superhombre. Al menos en el sentido más nietzscheano de la palabra, el del hombre que es capaz de crear su propia escala de valores, en la que pactar con los nacionalistas es un pecado mortal si eres rojo, pero es la quintaesencia del pluralismo si eres conservador; una escala en la que la cerámica de Talavera no es cosa menor o, dicho de otra forma, es cosa mayor.

Rajoy ha aprendido de la experiencia pasada, cuando declinó el encargo del rey para formar gobierno y le cayeron críticas de todos los colores. Entonces, dejó claro que era el heredero secular del mítico Don Tancredo taurino y que todo le resbalaba. Pocas veces como entonces, Rajoy había recibido tanto rechazo dentro de su partido por su firme convicción de ver pasar los toros sin mover un dedo.

Ahora, Rajoy se empeña en revivir el más injusto de los tópicos que torturan a los gallegos y vuelve a demostrar -como le criticó Rodrigo Rato cuando aún era alguien a quien escuchar- que al menos él sí es capaz de “sorber y soplar al mismo tiempo”. El presidente en funciones dice que ha aceptado el encargo de Felipe VI para formar gobierno, pero que no piensa presentarse a la investidura de momento. En una muestra más de que nuestra Constitución puede seguir aguantado las palizas de Rajoy, asegura que se toma “un plazo razonable” para negociar con el resto de partidos. Y que, si no consigue los apoyos, ya verá si se presenta a la investidura, que va a ser que no. O sea, que declina en diferido el mandato constitucional.

Porque, en otras cosas no, pero aquí la Constitución es muy clara y en su artículo 99, punto 2, señala que "el candidato propuesto (…) expondrá ante el Congreso de los Diputados el programa político del Gobierno que pretenda formar y solicitará la confianza de la Cámara". Es decir, que podemos aceptar pulpo como animal de compañía y que Rajoy decline el encargo como hizo en enero, pero no puede “aceptar el encargo” y luego no someterse a la Cámara. Ni Ana Pastor, flamante presidenta del Congreso, zamorana de nacimiento y gallega por vocación, puede escaquearse, como también ha hecho, de poner fecha al debate de investidura.

Más aún cuando su partido, el PP, casi brea a Patxi López cuando le dio a Pedro Sánchez un plazo de un mes para negociar. Pero ya se sabe, son las cosas de los superhombres de Nietzsche, los únicos capaces de sorber y soplar al mismo tiempo.