La frustración es la peor amiga que he tenido. Me ha hecho irme de sitios donde me querían y me ha lanzado a lugares incómodos. Por encima de los contextos, somos soberanos. En política, y en la vida del mismo modo, estamos en constante movimiento. Hacemos y deshacemos. Tomamos decisiones. Tenemos deseos, expectativas y tesón para llevarlos a cabo. Y cuando no salen, cuando la frustración nos visita de madrugada, hay que buscar otros espacios, otros equipos, otras circunstancias, para terminar de llevarnos el gato al agua. Así lo aprendí en mi casa. Por eso me sorprende la inactividad gruñona de Ione Belarra. Que parece que no quiere estar donde está, pero ahí sigue, pagando su hipoteca, pese a mostrar su desacuerdo en todo.

«La fuerza que transforma», tiene en su cabecera de Twitter. «Hemos llegado tan lejos como hemos podido», defiende en otro mensaje, a cuenta de los animales. Hay quien llama camino a quedarse en la mitad del camino. Hay quien llama victoria a intentarlo. Podemos venía a otra cosa. Lo de «asaltar el cielo» es que casi me ruboriza escribirlo. Podemos iba a cambiar el mundo hasta que conoció la comodidad de los despachos, los generosos sueldos y el hacer, pero poquito. Mantener un gobierno de coalición como el actual no es algo circunstancial, es una definición bien redonda de lo que ha terminado siendo el invento de Pablo Iglesias: una soft revolution. Como el adolescente con posters del Che Guevara que pide dinero a su padre, abogado, para libros y se lo termina gastando en un botellón. No pasa nada. Está bien. La vida sigue su curso. Pero aburren tantos golpes en el pecho.

Sobre todo, cuando se supone que Podemos iba a transformar la política. Iban a voltearlo todo. Y ahí están, apalancados. Espectrales. ¿Os acordáis de Alberto Garzón? Un ministro de Consumo, en una crisis de inflación y combustibles, que no se asoma ni a saludar. O Irene Montero, capaz de hacer la peor ley posible, culpar a todo el mundo de su impericia, y terminar rindiéndose ante Pedro Sánchez, que va a reformar su texto para intentar salvar su dignidad política. Pasó con la OTAN, con el envío de armas a Ucrania, con el cambio de postura con Marruecos abandonando al pueblo saharaui. A Podemos no le gusta nada el gobierno, pero sigue en el gobierno. Viven en un estado de oposición permanente. Son profesionales de estar a la contra. Pero es que están a la contra de sí mismos, porque a veces olvidan que ellos son el poder.

Para maquillar este extrañamiento, culpan a los de siempre. Cargan contra los políticos fachas, los jueces fachas, los periodistas fachas… y pronto irán a por los votantes fachas. Todos juntos en un frente malvado que sólo quiere la destrucción de España y que manipula, en la sombra, cada mágica medida propuesta por Podemos. Suena tan pueril como es en su cabeza. Pero mientras tanto, ´Sillone´ Belarra sigue mamando de la teta del Estado. Sin cambiar lo que prometieron cambiar. Cuestionando a un gobierno que son ellos mismos. Echándole la culpa al empedrado. Jamás un pataleo fue tan rentable. El galapagarismo de Podemos es tan indecente como sus argumentos. Los que iban a mejorar la vida de los demás han empezado, como no puede ser de otro modo, mejorando las vidas propias. «Todo se andará», pensarán, mientras miran sus nóminas.