La forma más perfecta de silencio que conozco es la llama de una vela. Dicen que Hopper es el pintor del silencio. Creo que no. Hopper solo es un Warhol con más talento y menos colorines. El auténtico pintor del silencio es Cristino de Vera —rostro largo y conventual, como entre Leonard Cohen y un santo fallido del Greco—, a quien le recrecen por dentro los cipreses agnósticos de Silos que él transfigura, en sus cuadros de ermitaño, en una geometría de tazas, en siluetas de monjes, en un velón, en un cesto viudo o en una mesa con una calavera detrás de una botella de cristal y dos rosas tan muertas como el sol que no ilumina el lienzo. Y todo servido con un gris color funcionario o con marrones adustos o amarillos misántropos y resecos. Y con una técnica que, más que puntillista, parece fotográfica, porque sus obras, con ese grano tan típico, no parecen estar hechas con pinceles, sino con una Rolleiflex y haluros de plata.

Los de Cristino de Vera son como los bodegones de un Sánchez Cotán por los que cruzara una tormenta de arena del desierto. O el enigmático viento del Espíritu. “El arte sin espíritu no es nada, pura decoración”, dice este pintor que tuvo temporadas en las que solo se alimentó de angustia y de manzanas y que hoy es uno de los pocos artistas vivos con un museo dedicado a sus telas.

Sus obras son la nada vista al trasluz del silencio. De ahí que me recuerden el vaciamiento interior de la mística renana. Cristino de Vera es el Maestro Eckhart de los pinceles. El teólogo sin teología que vive de silencio y vino en la nube del no saber, que él ha domiciliado en su casa de Chamberí. Y, porque nada sabe, siempre acierta. Cristino de Vera es lo que pintaría Dios si supiera pintar. O si existiese.

En esta época coronavirizada, en esta época de dentelladas y ruido, yo me he descargado un cuadro suyo, que llevo en el móvil, para contemplarlo en el autobús y no olvidarme de cuánto silencio cabe en la llama de una vela. Y para tener siempre presente que el ruido solo es el miedo a la belleza.