LET’S MADRID GREAT AGAIN. A Díaz Ayuso solo le faltan dos rasgos para mimetizarse con Trump: teñirse el pelo para que adquiera ese color transgénico y pocho de patata mal hervida y echarse un chorrito de hidroxicloroquina en el café negro y sarasola de media tarde, mientras ella se tumba al sol empresarial de Madrid en la terraza del hotel y coge bríos para aporrear las perolas a las 21.00 h. Me refiero, claro, a la cacofonía agraria con que las derechas homenajean diariamente al Gobierno, que ya solo faltan las cagarrutas trashumantes de las ovejas para que Núñez de Balboa se les convierta a los indignados de yate y Louis Vuitton en un desvío de la cañada real, dicho sea con todo el respeto para las cagarrutas.

En fin, si mantengo que Ayuso solo necesita de estos dos atributos para confundirse con Trump, es porque la soberbia y el ridículo ya los trae de casa, aunque nunca sabremos si los aprendió en los catecismos de Josemari o son un reflejo condicionado de tanto frecuentar a Esperanza Aguirre.

Sea como sea, Ayuso parece haberle ganado la partida a Sánchez. De modo que, como los milagros no existen ya ni en Amazon, es casi inevitable que el próximo lunes Madrid entre en la fase 1. Es decir, en una subrrealidad más pixelada aún que en la que estamos. Algo tan incomprensible como peligroso, pues Madrid sigue siendo la comunidad más afectada por el bicho (67.049 contagiados cuando escribo estas líneas) y en la que se registran a diario más infecciones y muertes desde que el coronavirus se hizo carne y habitó entre nosotros. Y eso por no hablar de los 6.000 fallecidos en los morideros geriátricos, donde Ayuso aplicó el laissez-faire, o sea, el abandonarlos a su suerte, confiada, como los dirigentes suecos, y así les está yendo, en que los ancianos y hasta los ficus desarrollarían inmunidad grupal antes o después de pasar por el crematorio.

El Gobierno, nos alecciona Sánchez, adopta decisiones según los informes de los expertos en salud. Precisamente por eso no se entiende que vaya a permitir que Ayuso nos eche a jugar el lunes, no a la ruleta de la suerte, sino a la ruleta rusa. Y más teniendo en cuenta que los médicos, los sindicatos, las organizaciones de sanitarios y el presidente del Colegio de Médicos de Madrid llevan denunciando durante semanas la imposibilidad de enfrentarse a un rebrote si cambiamos de fase.

Pero hay que sacar a la economía de la UCI como sea. Sin considerar que una recaída puede ser perjudicial para todo y para todos. Yo creo que el salto de fase es una concesión —o al menos lo parece— de Sánchez a la CEOE más que a Ayuso. Sobre todo, después de la astracanada de la derogación de la reforma laboral, lo que obligó a Iglesias a hablar en el latín del pueblo para mantenerla tal como se firmó y a Nadia Calviño a telefonear a las tantas de la noche al mecanógrafo de guardia del PSOE para ordenarle que pasara el típex por encima del adjetivo “íntegra” y dejase en pelota picada el sustantivo derogación, solo derogación, a palo seco, ¿lo has entendido, Manuel?, derogación de la reforma laboral.

Durante las primeras semanas de la pandemia, podían comprenderse y disculparse las vacilaciones y rectificaciones del Gobierno. Ya no tanto. No se justifica que Madrid cambie de fase. Ni siquiera si este domingo Ayuso se pone ella sola, después de su cacerolada redicha, a hacer las camas para los futuros contagiados del Ifema, que reestrenará a lo grande el apocalipsis viral. Que los dioses nos amparen.

ENMASCARADOS. Desde ayer es obligatoria la mascarilla al salir de casa. Bastantes no la llevan aún. Hay gente tan estúpida que arriesga su vida y la de los demás con tal de llevarle la contraria al Gobierno.

REVOLUCIÓN MONOSILÁBICA. Según Camus, el hombre rebelde es aquel que dice que no. En este sentido, Bartleby, aquel personaje novelesco de Melville a medio camino entre un filósofo estoico y un quinceañero arrogante, constituye la mejor expresión del hombre rebelde. Bartleby es un abúlico hiperactivo. Su inacción es una forma conseguidísima de acción, que él, sin pretenderlo, logra contagiar a otros compañeros de oficina, hasta el punto de que todos se convierten en pacíficos burócratas de la desobediencia. El director, en vista de tanta pasividad revolucionaria, tiene que marcharse. “Preferiría no hacerlo”, respondía Bartleby gentilmente a cualquier encargo de su jefe. En aquel “no” contumaz había todo un sistema filosófico. Y un ejercicio de activismo también.

Esta es la razón por la cual cada vez me interesa menos hablar de Vox, de sus seguidores y de sus jornaleros mediáticos, esos que ponen bombas lapa en Twitter, difunden videobulos y se calan el pasamontañas en vez de la mascarilla en el programa Estado de alarma. No, preferiría no hablar de Vox, a pesar del estruendo de ferretería de Núñez de Balboa y de las mentiras de la pijo borroka cada atardecer. Pues en todas las calles del país apenas hay cuatro reaccionarios que juegan a partisanos de derechas. Y al igual que a Yolanda Díaz, la ministra de Trabajo, a mí también me preocupan más las colas de hambrientos en Aluche que los pucheros del barrio de Salamanca.

EL PROFETA ROJO. Una noticia que no habla de ti puede hablar de tu vida. Ocurrió el sábado. Mientras se pixelaba de lluvia y granizo el cielo de Madrid, nos llegó el titular. Acababa de morir un niño de setenta y ocho años. Se llamaba Julio Anguita. Moría de un infarto, que es de lo que muere la gente que tiene corazón. Y no es una redundancia. Muchas personas revientan de un infarto, pero, cuando les practican la autopsia, en lugar de una víscera los forenses encuentran una tabla de Excel, un título de propiedad, una dirección bancaria y offshore en Panamá o un puré negro muy parecido a cuando se te queman las lentejas.

Anguita tenía corazón, ya digo. De ahí que fuera un político adrede. Es decir, alguien con vocación de servicio. El monje trapense Thomas Merton escribió: “No es posible ser un perfecto cristiano —es decir, un santo— sin ser a la vez un comunista”. Pero ni Stalin ni Mao entendieron a Marx. “El marxismo”, como remachó el psicoanalista Erich Fromm, “es un humanismo”. Algo que sí comprendió muy bien Anguita.

Por eso, instaurada la democracia tras “la larga noche de piedra”, en su partido jamás hubo casos de corrupción. Ni GAL, ni Filesa, ni Roldán, ni Rubio. Una vecina de mis padres se quejaba en los años noventa: “Mi Luis es imbécil. ¿Tú te crees que lleva toda la vida en el partido y todavía no tenemos un chalé como Dios manda? Pero, como le digo yo: “Entonces, ¿a qué te has metido tú en política, tontorrón?”

En la derecha, el Dixan tampoco se utilizaba ni se utiliza mucho que digamos, y ahí está la condena por corrupción de la Audiencia Nacional. Confeti de ejemplos: la Gürtel, la Púnica, el caso Arena, Acuamed, Palma Arena, etc. Con la honradez del PP pasa lo mismo que con los fantasmas, que se habla de ellos a pesar de que nadie los ve.

El caso es que entre Felipe González y Aznar pretendieron hacernos creer que Marx no había existido, que fue algo imaginario, no muy diferente del unicornio o de un máster de Cristina Cifuentes. Anguita, sin embargo, no solo somatizó a Marx, sino que nos lo hizo navegable. Fue su community manager en aquella España de la mugre, el ladrillo y el porno codificado y californiano de Canal Plus, que a toda una generación de adolescentes nos achinó los ojos al intentar descubrir a las señoritas detrás de aquella epilepsia de rayas y niebla que ensuciaba la pantalla de la tele.

Anguita era un hombre que llevaba entre la barba de tuareg y el infarto a un político de verdad. Esos a los que deberíamos declarar especie protegida. Lúcidamente, profetizó los días sin vino ni rosas que acechaban detrás de la firma del tratado de Maastricht —de aquellos polvos, estos lodos—, pero, a la vista está, nadie le hizo mucho caso. Él tenía las ideas demasiado claras en un país demasiado oscuro, y eso el grupo Prisa, durante el felipato, cuando González colgó la chaqueta de pana para travestirse de Armani y posar como el gran Gatsby de la izquierda delux, no se lo perdonó. Porque Anguita llamaba al pan, pan, y al corrupto, chorizo. Él no se encriptaba hablando de materialismo dialéctico, de superestructura o de revolución del proletariado. Sus exigencias se resumían en una sola: hacer cumplir al Gobierno del signo que fuese la Constitución. Sobre todo, aquellos artículos que anteponen el bien común al privado y la justicia social al enriquecimiento individual. Su discurso de 1996 en la fiesta del PCE —aún resuena en YouTube— parece recién horneado.

Anguita plantó actos de justicia en este mundo, pero sobre todo en el venidero. Porque los sueños de futuro no se evaporan. Son realidades que ya se han cumplido en otro sitio. Solo que tardan en verse en este.