A pesar de su ya incontestable naufragio, el procés se supera a sí mismo. Se supera incluso en el esperpento. Porque resulta esperpento puro y duro que un expresidente de la Generalitat como Carles Puigdemont, huido de la justicia española entre otras razones por sus reiteradas desobediencias a resoluciones y sentencias del Tribunal Constitucional recurra a esta alta instancia contra el presidente del Parlamento de Catalunya, Roger Torrent, y los otros miembros de la Mesa de la cámara autonómica, porque le negaron la posibilidad de ejercer el voto delegado precisamente por hallarse en el extranjero.

Si el procés ha conseguido dividir y enfrentar al conjunto de la ciudadanía de Catalunya no solo en dos mitades sino en múltiples fragmentos irreconciliables, y al mismo tiempo ha logrado reactivar el más rancio y casposo españolismo de las derechas tanto en la misma Catalunya como en el resto de las Españas, desde hace tiempo también ha llegado a dividir y enfrentar al secesionismo catalán. Cada vez son más evidentes las diferencias estratégicas y tácticas que muestran los distintos grupos separatistas.

La autoproclamada Assemblea Nacional Catalana (ANC) mantiene inalterable una opción unilateral que a nada conduce, mientras Òmnium Cultural parece haber optado por una vía algo más razonable, de bilateralidad o multilateralidad, en aparente sintonía con ERC y, como es obvio, en una posición diametralmente opuesta a la de las CUP y su apuesta radical y extrema. Más llamativa resulta la actitud de JxCat, el grupo del propio Puigdemont, en cuyo interior se advierten cada día más tensiones, pero en el que el huido a Waterloo y sus incondicionales, liderados por Quim Torra desde una Presidencia de la Generalitat vicaria, subsidiaria e inoperante, hasta el momento han logrado imponer y mantener una disciplina castrense o, como mínimo, digna del más puro y duro centralismo democrático del leninismo.

El por ahora último episodio del recurso de Puigdemont al TC contra la Mesa del Parlament supera todo lo imaginable. A muchos nos ha costado bastante acabar de entender hasta qué punto de disparate político está dispuesto a llegar el expresidente de la Generalitat. Puigdemont parece decidido a practicar la vieja estrategia militar de la tierra quemada, de la pura destrucción de todos los puentes, de la simple aniquilación de todo cuanto le rodea. Todo ello, claro está, con la vana pretensión de alcanzar la victoria final, aunque sepa que tiene la guerra perdida y que la única salida mínimamente razonable que le queda es la de una rendición digna y honorable, que permita que un día u otro, más pronto o más tarde, se cicatricen las profundas heridas causadas por un conflicto como el procés, abocado desde sus mismos orígenes al naufragio, es decir al fracaso.

Mientras, por cierto, Barcelona y Catalunya entera parecen desgobernadas y sin control, con otro conflicto, el que enfrenta al sector del taxi con el de las VTC, en el que la ciudadanía es, una vez más, la víctima principal.