Andalucía se enfrenta de nuevo, y con una inquietante previsibilidad, a la amenaza de la sequía. No es un fenómeno nuevo, pero la crisis climática lo está exacerbando hasta convertirlo en la norma. Los datos son claros y sombríos: el otoño de 2025 se anticipa más cálido y con menos precipitaciones de lo habitual. Esto no es solo un mal dato meteorológico; es una sentencia que agrava el déficit hídrico existente. La mayor evaporación de agua embalsada, el aumento del consumo turístico y, sobre todo, la expansión descontrolada de la agricultura intensiva, actúan como un acelerador de la desertificación.
Al igual que nadie sensato espera a que el bosque arda para empezar a pensar en limpiarlo, no podemos seguir esperando a que los embalses se vacíen para declarar la "emergencia" y adoptar medidas reactivas y a menudo ineficaces. La sequía, como el incendio forestal, debe abordarse desde la prevención activa y la planificación a largo plazo.
La mentalidad actual es de gestión de crisis, no de gestión de recursos. Cuando la sequía aprieta, se priorizan las obras de emergencia, los pozos de última hora y las restricciones, a menudo injustas o insuficientes. Esta aproximación es un fracaso ecológico y social.
Así como se limpia el sotobosque para prevenir incendios, debemos "limpiar" la gestión de nuestros recursos hídricos. Esto implica fiscalizar y eliminar de forma inmediata los pozos y extracciones ilegales que roban el agua a la naturaleza y al resto de la sociedad.
La agricultura intensiva de regadío, a menudo de cultivos no adaptados al clima semiárido, es el principal consumidor de agua. Invertir en prevención significa condicionar las ayudas y el futuro del sector a un modelo de agricultura de conservación que utilice cultivos resistentes a la sequía, implemente el riego de precisión (goteo, sensores de humedad) y fomente la cobertura vegetal para mejorar la retención de agua en el suelo.
Un enfoque ecologista y de periodismo constructivo no solo señala el problema, sino que ofrece vías realistas para la acción. La solución a la sequía no pasa por trasvases insostenibles o por llenar la costa de desaladoras con un alto coste energético y ambiental, sino por una gestión más inteligente y equitativa del recurso ya disponible.
Hay que hacer auditorías hídricas obligatorias y Planes de Transición con incentivos fiscales para la adopción de la agroecología (cultivos de secano adaptados, rotación, etc.).
Hay que establecer tarifas de agua progresivas y disuasorias para el gran consumo (especialmente campos de golf y grandes hoteles) y obligatoriedad de reutilización de aguas grises en nuevas construcciones.
Hay que invertir masivamente en la reparación de fugas en las redes de distribución (pérdidas que superan el 15-20% del agua distribuida en muchos municipios) y en la expansión de la reutilización de aguas depuradas.
Esperar a la emergencia hídrica en 2026 o 2027 es renunciar a la posibilidad de un futuro sostenible. La prevención es la única política hídrica seria. Implica decisiones difíciles hoy, como limitar la expansión de regadíos no sostenibles y reestructurar usos ineficientes, pero asegura que el agua, ese recurso vital y escaso en el sur, esté disponible para todos, incluyendo los ecosistemas que nos sostienen. El coste de la inacción será infinitamente mayor que el de la planificación. La sequía no es un desastre que golpea al azar; es, cada vez más, la consecuencia directa de una mala gestión que prioriza el beneficio cortoplacista sobre la vida. Actuar ahora es nuestro único seguro de vida.