Quienes tenemos ya unos añitos, a buen seguro que recordamos las primeras veces que se podía acceder a películas pornográficas como si fuera el súmmum de la modernidad. Después de cuarenta años en los que los simples besos se censuraban en el cine y se castigaban en el Código Penal como escándalo público, que se pudiera acceder al sexo en pantallas sin arriesgarse a una multa o una detención se veía como todo un avance. Aunque en realidad tuviera trampa.

Todavía me acuerdo, con los ojos de la niña que era entonces, del escándalo que supuso que se entreviera un pezón en un anuncio de desodorante. Los limones salvajes del Caribe pasaron a la historia como protagonistas del primer anuncio donde se veía un pecho femenino desnudo, aunque fuera un instante. Y fue en esa sociedad donde aparecieron las salas S, o X, donde se exhibían películas pornográficas y, más tarde, las “rayitas” del Canal Plus, que emitían esos filmes solo para abonados, dejando que el resto solo pudieran contemplar la pantalla llena de rayas horizontales. E imaginar lo que había, que siempre da morbo.

Tal vez en ese contexto se nos coló el porno sin darnos cuenta de lo que suponía. Tal vez la necesidad de una libertad que nos había sido negada durante tanto tiempo nos cerró los ojos a otros peligros. O tal vez era inevitable, no lo sé. Pero lo bien cierto es que hasta después de mucho tiempo de normalizarse no se empezó a advertir que la pornografía es mucho más que ver sexo subido de tono, que el machismo, la sumisión y los estereotipos que transmite son absolutamente inadmisibles y el polo opuesto a lo que debe aspirar a ser una sociedad moderna e igualitaria.

No pretendo con esta reflexión fomentar la censura de ningún tipo. Que cada cual es libre de ver lo que quiera, y ya se sufrió demasiado tiempo de tijera como para plantearlo siquiera. Pero lo que es inadmisible es que el porno pueda llegar al público menor de edad sin ningún obstáculo. Y que, de hecho, lo haga, porque según varias estadísticas, las niñas y los niños acceden a porno a partir de los 8 años y la media de edad para hacerlo es la de 12 años, datos que me ponen los pelos como escarpias con solo leerlos.

Lo que no podemos consentir es que la pornografía se convierta en la universidad del sexo. No podemos seguir admitiendo que nuestra infancia y nuestra juventud asimile esos modelos de machismo, poder y dominación como comportamientos normales. Porque con ello un futuro en igualdad peligra seriamente.

SUSANA GISBERT
Fiscal y escritora (@gisb_sus)