Cuando yo era niña y me hablaban de pobres, pensaba de inmediato en personas vestidas con harapos con la mano extendida pidiendo una limosna a la puerta de una iglesia. Durante toda mi vida no ha cambiado mucho mi imagen de la pobreza, aunque cambiara la puerta de la iglesia por la de un supermercado o un cajero automático.
Sin embargo, hace ya tiempo que esta imagen de pobreza ha ampliado sus fronteras y ha difuminado sus límites, diciendo adiós al estereotipo que me había acompañado siempre.
Ahora se habla de pobreza energética, para aludir a todas esas personas que no pueden permitirse paliar los efectos del calor extremo -como el que sufrimos ahora- o los rigores del invierno con algo tan simple como poner en marcha la calefacción, el aire acondicionado, o una sencilla estufa o un ventilador. Y también para referirse a quienes tienen que acudir a recoger comida a las organizaciones que la repartan porque con lo que tienen no les alcanza. Y no es necesario estar en el paro para verse en ese brete. Hoy ni siquiera un trabajo garantiza salir del umbral de la pobreza, porque solo la vivienda se lleva gran parte de los ingresos, demasiado magros en demasiados casos.
También he oído hablar de otro nuevo tipo de pobreza, la pobreza vacacional, esa que no permite darse ni un respiro cuando llegan las vacaciones, si es que llegan.
Pero, por demagógico que resulte, no toda la pobreza tiene que ver con el bolsillo. Atravesamos una época en que la estrechez de miras y el egoísmo extremo se convierten en una peculiar forma de pobreza, que poco tiene que ver con la pobreza de espíritu de la que me hablaban en el colegio de monjas. Y lo peor de todo es que es la pobreza de la que hacen gala algunos dirigentes mundiales a los que, sin embargo, nada les falta en la cartera.
Cuando pienso en todo esto, me vine a la memoria algo que me sucedió con mi hija cuando era muy pequeña. Una de esas personas que entonces identificábamos como pobres, que pedía junto a su perro cerca de mi casa, puso un cartel al lado del recipiente en el que recogía las monedas. Decía que le habían robado la guitarra con la que se acompañaba mientras pedía. Cuando subimos a casa mi hija cogió su guitarra de juguete, una guitarra de plástico rosa como la que pocos años más tarde hizo famosa Rodolfo Chiquilicuatre, y me dijo que se la iba a bajar “a nuestro pobre”. Lo hizo, y aquel hombre le dedicó una sonrisa que nunca se me olvidará. En su expresión había mucha más dignidad que en la de muchas otras personas a las que nunca les faltó de nada.
Ojalá volviera a ver esa expresión en quienes tienen la capacidad de cambiar las cosas. Quizás así empezarían a desaparecer todas las clases. de pobreza.
SUSANA GISBERT
Fiscal y escritora (@gisb_sus)