Se veía venir. Casado y Ayuso han acabado como Pimpinela, tirándose los pucheros y los rulos a la cabeza. Por si algún milenial lee esto, diré que Pimpinela era algo así como una terapia matrimonial con música. Una pareja tóxica en el escenario. Celos, traiciones, reproches, cuernos, engaños eran el bricolaje sentimental con que se entretenía este dúo que gozó de cierto éxito en los trasentonces.

Pues bien, Pimpinela ha regresado, insistente como el agente Smith de Matrix, ese cruce entre un Mortadelo yanqui y un señor pelmazo con trastorno obsesivo-compulsivo de la personalidad. No acaban aquí los dramatis personae de este sainete con vocación de tragedia. En medio de ayusófilos —los más— y casadófilos —los menos—, está John Le Carré escribiendo una novela de espías. Porque lo que une en sus odios a Ayuso y Casado es una supuesta trama de espionaje y de presunta corrupción —qué extraño eso de corrupción en el PP— en la que solo falta un audio subterráneo de Villarejo para que Berlanga resucite y nos ruede la segunda parte de La escopeta nacional.

La cuestión de fondo, el motivo de los sopapos, ha sido Madrid. Para salvarse a sí mismo, el presidente del PP sentía que debía impedir que Ayuso ocupara la presidencia del PP madrileño. Y, para conseguir la presidencia de Madrid, y tras esta quizá también la suprema del partido, Ayuso sentía que debía desmarcarse cada vez más de Casado.

A mí me parece que lo que se ventila en este asunto en el que el PP se hace oposición a sí mismo son dos formas antagónicas de concebir la política. Casado gusta poco, por blando, al núcleo duro del partido: Aznar, Aguirre, Álvarez de Toledo, Miguel Ángel Rodríguez —el director espiritual de Ayuso— y por ahí. Hasta el extremo de que uno está tentado a suponer que quien dicta el rumbo a la formación es el ectoplasma de Queipo de Llano, aquel terrorista con galones que desde radio Sevilla animaba a “matar a los rojos como a perros” y a violar a las mujeres republicanas, y que de algún modo se ha sobrevivido a sí mismo en Jiménez Losantos. Ahí está, por ejemplo, esa enormidad que profirió el periodista en su chiringuito radiofónico: “Si veo a los de Podemos y llevo la lupara, disparo”. Ni Casado ni Ayuso se llevaron las manos a la cabeza.

Es como si la derecha de este país, incluso la presuntamente moderada, solo supiera hacer política con pistolas y carajillos. Y eso tal vez explique que, en sus luchas internas, como la actual de Casado y Ayuso, no gane quien decide tratar de imitar a, pongamos, Merkel, o quien se pone de puntillas y da saltitos para tener o fingir tener visión de Estado, sino que triunfa aquel que, con razón o sin ella, más denigra al Gobierno y más testosterona pone en las redes sociales y en las ruedas de prensa.

Y es obvio que Ayuso tiene más testosterona que Casado, al que el sanedrín mediático de derechas aún no ha llamado “maricomplejines”, como al registrador de la propiedad, pero sí blando. Casado no es, efectivamente, ese Clint Eastwood de sombrero cuatrero y Colt 45 que reclama el electorado más rancio y neorrancio del PP que aún sigue votando a Gil Robles, aunque vote a Casado. Casado es un contorsionista dialéctico y sin ideas que lo mismo te sostiene hoy que el Pisuerga pasa por Valladolid como mañana que Valladolid pasa por el Pisuerga. O sea, que no termina de aclararse de cuál es su posición (¿oposición?) con respeto a España y, sobre todo, con respecto a Vox, a quien teme tanto como envidia, y cuyo ascenso en Castilla y León debería preocuparnos a los demócratas.

Ayuso, por su parte, no parece tener las ideas mucho más nítidas que gran manitú del PP. Solo que sus modales de groupie trumpista y sus opiniones sobre la inmigración, que últimamente ella trata de maquillar para alejarse de Vox, gustan poco en Europa. Y lo sabe. En realidad, Ayuso solo les mola a aquellos que prefieren el postureo a la política; a aquellos que la votaron para agradecerle los pogromos que llevó a cabo en las residencias de ancianos durante los meses más duros de la pandemia; a aquellos que aplauden que haya desgualdrajado la atención primaria y la educación pública madrileñas; a aquellos que le disculpan que nos haya desangrado los bolsillos en la construcción de un galpón que la presidenta llama vanidosamente hospital Zendal.

Pero dudo yo que Ayuso, de salir victoriosa en la guerra civil del PP —algo, en mi opinión, muy poco probable—, tuviera mucho recorrido como líder absoluta del partido conservador en España, cada vez más descabezado y desgobernado. Sobre todo, porque España no es Twitter, Isabel, ni “Madrid es España dentro de España”. Por eso vete, olvida mi nombre, mi cara, mi casa, y pega la vuelta, cantaba Pimpinela.