Sin duda, este no es el verano de nuestras vidas; tampoco lo fue el pasado, ni el anterior. Quizás más apagado, inmerso en un ajetreo laboral impropio de estas fechas o sobreexplotado a golpe de Instagram, lo cierto es que las ansias que tuvimos antaño por la llegada de las vacaciones y la despreocupación de la rutina han ido rebajándose con el paso del tiempo hasta el punto de que el trabajo nos come, y vaya que si nos come: nos engulle. 

No hace falta echar la vista más allá de lo ya conocido para ver lo que hay ante nuestros ojos. Pese a estar en pleno julio o agosto, veo a muchos de mis amigos inmersos en el trabajo, con la vista nublada ante un ordenador, bajo una bata de hospital o maniobrando en el campo, lo mismo da. Hay que ganarse el pan. Y es en esa ansiedad por no saber qué depara el futuro más próximo en la que veo cómo se sumerge mi generación, un basto grupo de chavales de veintitantos que nos percibo perdidos, sin un rumbo fijo, sin metas a medio o largo plazo al no disponer del suficiente poder adquisitivo con el que, a duras penas, poder aspirar a un piso compartido con tu pareja o a solas; sin un horizonte claro, ahogados con la mera idea de visualizar los próximos cinco años, ni tan siquiera tres.

Vivimos pegados al móvil, a las redes sociales, y tampoco es que sirvan como vía de escape. A cada imagen que deslizo con el dedo, el sentimiento de culpabilidad crece. Parece lejano e ilusorio tan siquiera pensar en vivir unas vacaciones de ensueño de esas que se presumen en Instagram: una semana en Ibiza, las paradisíacas islas griegas o un tour por la bella Italia. Y no guarda tanta relación con una cuestión monetaria, es más una envidia malsana que nos ha generado la realidad que tiene 'el otro' y lo que nos falta a uno mismo, un espejismo nada realista de lo que es una escapada idílica que, en verdad, quién sabe cómo es alzando la vista de la pantalla.

Estas no son más que palabras de desahogo y hartazgo, una sensación de injusticia que viene precedida de largos y arduos meses de esfuerzos por ver una nómina que te permite ahorrar lo justísimo y apenas necesario. Todo a la espera de un giro que dé un vuelco a la situación. Hasta entonces, lo que nos queda a muchos son un par de días en la playa más cercana o las fiestas del pueblo –para nada sobrevaloradas- que asumimos como una bocanada de aire fresco, un pestañeo que sirve para echar por tierra la rutina, aunque sea por unos efímeros instantes en comparación con lo que es el resto del año.

El tono pesimista de estas líneas, totalmente impropio de mí, se me hace un tanto cuesta arriba, pero se da en un contexto en el que justo me voy de vacaciones y agridulce es la palabra que se ajusta a los márgenes de esta realidad. Confundir tampoco es la intención, la gracia en sí misma de esta desconexión reside en los pequeños detalles, en el reencuentro con los nuestros, ir a la playa y leer un buen libro o retomar esas cosas que nos enriquecen; fragmentos que la vida laboral engulle por tratar de llegar a fin de mes.

Cuando vuelva espero escribir algo más descafeinado, aunque no me equivoco al repetir que éste, resulte mejor o peor que otros, no es el verano de mi vida.