No hace mucho que me he acostumbrado a la voz “migrante”, que no acababa de sonarme bien. Como una tiene una edad, yo era más de la dualidad inmigrante/emigrante, según se viera desde el punto de vista del país receptor o emisor, y relacionando lo de “emigrante” con la copla que Juanito Valderrama cantaba en blanco y negro, maleta de cartón en mano, en algunos recuerdos que rescataba la tele.

Hoy prácticamente nadie habla de “emigrantes” y en cuanto a “inmigrantes” se habla, pero no con la propiedad que se debería. Porque el lenguaje no sé si será inocente, pero quienes lo usan no lo son.

“Migrante”, según el diccionario de la RAE, es quien migra, y entiende por “migrar” el hecho de trasladarse desde el lugar en que se habita a otro diferente, con lo cual la práctica totalidad del mundo lo seríamos, a poco que hayamos hecho alguna mudanza más o menos seria. Sin embargo, no es ese el sentido en el que usamos la palabra, sino el que relaciona ese traslado con el cruce de fronteras.

Cuando hablamos de “inmigrante” nuestro diccionario es mucho más explícito, y lo relaciona en una acepción con “Llegar a un país extranjero para radicarse en él” y en otra con “Instalarse en un lugar distinto de donde vivía dentro del propio país, en busca de mejores medios de vida”. Dos descripciones muy asépticas que poco tienen que ver en el modo en que se emplea el término generalmente. Y a eso iba,

Cuando se habla de “inmigrantes” de inmediato acuden a nuestra mente una serie de estereotipos usados hasta la saciedad. Pateras, colas de refugiados, asentamientos precarios, personas racializadas. Y hay quien da un paso más y los relaciona directamente con delincuencia, haciendo que un poso de odio y discriminación vaya echando raíces invisibles en el imaginario colectivo.

No obstante, si atendemos al tenor literal de la definición, inmigrantes serían, no solo los que pasan penurias, sino también esos futbolistas con ficha millonaria que cobran cantidades obscenas, o los deportistas o youtubers que se van de nuestro país en busca de mejores condiciones fiscales para su bolsillo y peores para nuestra Hacienda Pública. Pero a esos nadie los llama “inmigrantes”, ni los asocia con nada negativo. Nadie los discrimina porque son simplemente “extranjeros”, como los americanos de Berlanga, que recibíamos con alegría, en versión 3.0. Aunque, mira tú por donde, algunos de ellos acaben defraudando a nuestro fisco, a ese que somos todos, sin ningún pudor.

¿Hasta cuando seguiremos con esa doble vara de medir? ¿Hasta cuando mantendremos esta hipocresía?