Ya hace mucho tiempo que la política atraviesa horas bajas. Aunque tal vez deberíamos aludir no a la política en sí sino a las personas que se dedican a la política, y ni aún así nos libraríamos de cometer una injusticia. Las generalizaciones siempre son odiosas, y a buen seguro que hay profesionales como la copa de un pino que sufren y se indignan con algunas cosas que pasan. Que pasan, y no deberían pasar, desde luego.
Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, en las dos acepciones que me parecen más interesantes para lo que venía a contar, la política es el “arte, doctrina u opinión referente al gobierno de los estados” o bien es la “actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos con su opinión, con su voto o de cualquier oro modo”
De estas dos definiciones, me quedo con dos ideas que me llaman la atención. De una parte, que la política pueda ser considerada un arte, y, de otra, que no se limite a quienes llamamos “clase política” sino que englobe la actividad de cualquier ciudadano o ciudadana que participe en asuntos públicos, algo que entronca directamente con la etimología de la palabra, que viene de la “polis” griega, y aludiría a los asuntos relacionados con la ciudad, sentido en el que utilizó el término Aristóteles en su obra.
Entonces, si la política tiene tanto que ver con los asuntos públicos y la búsqueda del bien común, ¿cómo es posible que tenga tan mala fama? Y, lo que caso me preocupa más ¿cómo puede contaminar cualquier tema que toque?
La respuesta pasa por la confusión que comúnmente se hace de la “política” con los “partidos políticos” y ahí es donde se empiezan a emponzoñar las cosas. Cuando una cuestión de interés público se convierte en la bandera de determinado partido político, el bien común se difumina hasta desdibujarse. Por desgracia, lo empezamos a ver con la violencia de género y cada vez se extiende más esta perversión.
Me explico. Cuando se aprobó la ley integral contra la violencia de género, en 2004, se hizo por unanimidad de todos los partidos presentes en la Cámara, que entendieron, con muy buen criterio, que se trataba de un grave problema social que debería estar más allá de intereses partidistas ni de enfrentamientos por el poder. La lucha contra la violencia machista nos involucraba a todas las personas.
Hoy se ha perdido este consenso, y el posicionamiento en torno a la violencia de género - ¿es posible otro posicionamiento que no sea luchar para que desaparezca’- ha marcado, directa o indirectamente, el curso de varias legislaturas. Y así, se ha instalado el conflicto en una materia que no debería admitir otra postura que la unión, esa unión que hace la fuerza según el dicho.
Lamentablemente, eso mismo ha ocurrido con otros temas. Cuestiones como la igualdad de género, la no discriminación por cualquier causa, o la memoria democrática se han convertido en un caballo de batalla para hacer valer las diferencias en lugar de ser un punto de partida para una acción coordinada en la consecución del bien común.
Y mientras siga así, mal vamos. En algún momento deberíamos volver a la casilla de salida. Por el verdadero bien común.