Suele pasar que la intolerancia, para esconder su fealdad, se disfrace de moral. Y suele pasar que para sellar esa intolerancia en la conciencia colectiva se justifiquen maldades de todo tipo y acciones realmente aberrantes si se observan sin el peso del adoctrinamiento y con un mínimo de objetividad. Las religiones son el paradigma perfecto para entender esta idea, aunque suele ser frecuente en cualquier organización humana que pretenda someter, o doblegar o abusar. Sabemos muy bien todos hasta qué punto de intolerancia respecto de las mujeres o las minorías pueden llegar en los países árabes, por ejemplo, a través de las ideas que impone el Islam.

Me vienen a la mente, por ejemplo, las lapidaciones a mujeres, las mutilaciones genitales en niñas, o el lanzamiento al vacío de los homosexuales. Son verdaderas monstruosidades que sólo pueden ser respaldadas por perturbados y psicópatas; y que se llevan a cabo en base a una “moral” religiosa y unos dogmas que las justifican, las promueven y que alimentan esa psicopatía que bloquea cualquier emoción de compasión y cualquier sentimiento de empatía respecto de los otros. Una moral nauseabunda, impuesta a través del adoctrinamiento y del miedo, que da lugar a verdaderas atrocidades que algunos perturbados instauran como “lo normal”; y que es justamente lo más opuesto a cualquier cosa que merezca ser llamada “espiritualidad”.

En nuestra cultura judeo-cristiana las cosas no son muy diferentes, aunque en este momento puntual de la historia las cosas sean bastante menos estridentes, afortunadamente. Sin embargo, las mujeres hemos sido perseguidas sin piedad durante muchos siglos a través de lo que se dieron en llamar eufemísticamente la “caza de brujas” de la Iglesia católica, inaugurada ideológicamente por Agustín de Hipona, tan santo él, en el siglo IV; persecución que fue reglada por la Inquisición católica desde los siglos XV al XIX, ahí es nada. Millones de mujeres fueron perseguidas, despojadas de sus casas y de sus bienes, humilladas, torturadas o quemadas por el simple hecho de ser mujeres a lo largo de muchos siglos. A eso algunos también lo llaman “normal”.

Era la misoginia llevada al grado máximo con total impunidad en base al argumento falaz de que eran “brujas”, es decir, no se ajustaban a los moldes rígidos e inhumanos ideados por los misóginos para las mujeres, o bien eran muy ricas y era el modo perfecto también para apropiarse de sus fortunas. Leía al respecto hace poco un artículo en un diario  gallego que narraba cómo en los registros de la inquisición aparece el caso de una mujer gallega que fue sentenciada en el siglo XVII  porque, literalmente “no comía tocino”, lo cual le convertía en sospechosa de judaizante y de bruja. Aunque la mujer se desgañitaba intentando explicar que no comía grasa porque sufría de gota y de otras dolencias. Si no fuera tan macabro el asunto hasta sería gracioso.

Las cosas ya no son así, ya digo, muy afortunadamente. Pero las ideas de intolerancia y de rechazo al “diferente” forman parte intrínseca del ideario de todos los monoteísmos y de la conciencia colectiva, a fuerza de muchos siglos de adoctrinamiento en ellas. Y no se libra nadie de los que no encajan en sus férreos moldes de lo que ellos consideran “normalidad”. Todos los “diferentes” siguen siendo hoy en día discriminados, rechazados, cuestionados, marginados o ignorados, aunque las técnicas de rechazo sean menos implacables; y ello es así porque siguen rechazando la diversidad e imponiendo, aunque sea más sutilmente, un único modelo de vida. Los homosexuales, por ejemplo, siguen siendo objeto de escarnio, siguen siendo tachados de enfermos, y, por supuesto, alejados de muchos derechos por obra y gracia de los que reparten la “moral”. La guerra en España contra el matrimonio homosexual sigue en pie, y la oposición a las adopciones por parte de los homosexuales sigue en primera línea, directa o indirectamente. Recordemos las manifestaciones en la plaza de Colón.

También en Italia, por supuesto. Aunque a partir de 2017 las leyes han cambiado y han permitido a Luca Trapanese, un hombre maravilloso, soltero, gay, de 41 años, al que tenían vetado su deseo de ser padre adoptivo, llegar a poder serlo. El milagro ha ocurrido con Alba, una preciosa bebé con el síndrome de Down. Alba fue rechazada por sus padres biológicos y también por veinte parejas adoptivas “normales” antes de llegar a Luca. Luca sólo podía tener acceso a la adopción de niños con discapacidad grave que hubieran sido rechazados por las parejas tradicionales, en base, ya digo, a esos horripilantes presupuestos de “normalidad”. Finalmente padre e hija se encontraron y han sido inmensamente afortunados. Desde su cuenta de Instagram Luca muestra continuamente imágenes de esa preciosa relación de amor que ambos han creado, escribe libros y ofrece conferencias hablando de su hija y de su experiencia, contribuyendo de ese modo a romper clichés y a desenmascarar, como dice el feliz padre, la falsedad de estereotipos en términos de paternidad, religión, familia y muchas otras cosas; y a defender y reivindicar  la maravillosa “anormalidad” de las personas de corazón grande, llenas de amor para dar y compartir. Porque, en realidad, y éste es sólo un ejemplo más, como decía con frecuencia Lovecraft, no existe nada tan terrible y peligroso como la gente “normal”.

Coral Bravo es Doctora en Filología