Una vez más vuelvo al peligro conmemorativo, y van tres, aunque esta vez es especialmente sangrante por la sensibilización de un tema tan doloroso como la enfermedad de la que hablamos: el SIDA. El peligro de los días conmemorativos, de las celebraciones y festividades, como este primero de diciembre declarado desde 1998 por la OMS, Organización Mundial de la Salud, como Día Mundial de la lucha contra el Sida, es la de perdernos entre los lazos, los actos solidarios, los envoltorios y parafernalias de las palabras, y que no sirvan para lo que fueron proclamados en realidad, que es tomar conciencia de su gravedad y problemas, y ayudar a paliarlos.

El Dicionario de la Real Academia Española de la Lengua recoge una doble acepción sobre la palabra “infamia” que se adapta perfectamente a lo que es esta lacra contemporánea, esta sigla que sirve para nombrar el problema, diverso y doloroso, del Síndrome de Inmunodeficiencia  Adquirida en nuestros días.  La primera  define la infamia como “descrédito, deshonra” y la segunda como “Maldad, vileza en cualquier línea”, acepciones perfectamente aplicables en las circunstancias y complejidades de esta pandemia. Con respecto a la segunda acepción, y para empezar por el final, la situación de esta enfermedad en el llamado eufemísticamente Tercer Mundo, va más allá de la vergüenza humanitaria, para convertirse por omisión en un verdadero acto de maldad, de genocidio al que todos los días volvemos la cabeza desde la atalaya de occidente. Ya en la cumbre de 2005, la OMS aseguró que la mitad de los países subdesarrollados, cosa que me parece injusta de entrada con la otra mitad, tendrían acceso a los tratamientos antiretrovirales.

Lo cierto es que, a día de hoy, por falta de fondos, de concienciación, de voluntad política y el afán crematístico de las farmacéuticas, más interesadas en sus negocios que en el valor de la vida, siguen muriendo por miles, cada día a pocos kilómetros de nosotros. Esto, que es una verdad de Perogrullo, no deja de ser de urgente necesidad de acción por mucho que la hayamos oído. Ya en esa cumbre la activista de Malasia Irene Fernández, de ascendencia española, declaraba que "Es criminal que se les esté negando tratamiento. La salud se ha convertido tristemente en un producto, cuando la salud es un derecho universal, no un privilegio" pero seguimos en las mismas y, mientras no reclamemos ciudadanamente acciones, seremos cómplices de este crimen. Países como Brasil, han adoptado medidas más drásticas que yo aplaudo, a pesar de las sanciones, como producir genéricos para sus enfermos cosa que, aplicando el derecho universal a la salud recogido en la Declaración Universal de los derechos Humanos, debería llevarse a la práctica de forma general en todo el mundo sin distinciones de órdenes mundiales. La situación de África y Asia, así como de buena parte de latinoamérica, es tan grave que, si no hacemos algo ya, pueden desaparecer áreas enteras como está sucediendo en el África subsahariana, en lo que supone un genocidio silencioso sin precedentes, que está devorando generación tras generación sin remedio.

Dicen que, en el llamado primer mundo, como si hubiese fronteras invisibles entre este y los demás, la enfermedad se ha convertido en una afección crónica y controlada mensaje que, además de ser ignominioso con nuestros hermanos más pobres y llevar a una peligrosa despreocupación en los sectores más jóvenes entre los que han repuntado los contagios, es absolutamente infamante en la primera acepción del Diccionario. Si bien es cierto que ya no es un mal mortal, y que los tratamientos modernos han garantizado una esperanza de vida casi estándar con los no infectados, hay todo un corolario de problemas que hacen que esta vida de más no sea, en gran parte de los casos, de calidad.

Pequeñas cosas, como los protocolos de las distintas comunidades que dispensan las medicaciones mensualmente en vez de trimestralmente hacen que muchos pacientes, cansados de fichar como si fuesen niños tutelados por la Sanidad pública que todos pagamos, abandonen los tratamientos con resultados fatales. En algunas comunidades autónomas se justifican esta dificultad de expender tratamientos por más tiempo, incluso en pacientes que llevan rigurosamente sus cuidados desde hace años, alegando el tráfico ilegal de estos caros fármacos entre sectores más marginales, equiparando a todo los afectados con marginalidades de drogodependencias, con la ingenua razón de controlar más estos desmanes, como si esto no pudiera realizarse mes a mes.

El “descrédito” y la “deshonra” social a la que son expuestos muchos enfermos, no sólo por parte de sus familiares, sino por sus ámbitos profesionales, están todavía por evaluar cuando, se supone, la difusión de secretos médicos son delictivas, razones que no son respetadas en muchos casos produciéndose toda clase de chantajes, extorsiones o “mouving”, que llevan al descrédito o al descalabro profesional de muchos. 

En nuestro País, en nuestra traída y llevada España, ningún seropositivo, aunque su carga viral sea indetectable, y por tanto perfectamente apto y no contagioso, puede desempeñar ninguna función pública: ni administrativa, ni laboral. Lo que supone una exclusión civil y laboral absurda, denigrante y estigmatizadora, sin que además tengan ninguna prestación por invalidez si es que esta, que no lo es, lo fuera. Quiere decirse que los seropositivos, están excluidos civil y laboralmente por ley de la sociedad, no pueden ser funcionarios, profesores, administrativos, celadores, operarios, jardineros, etc, por padecer una dolencia crónica, sin que nadie ponga el grito en el cielo, ningún colectivo,   ningún partido político, nadie…No entremos en aquellos que, serán los primeros en ponerse el lazo rojo, y en soltar soflamas lacrimógenas en sus perfiles y redes sociales, con cargos y responsabilidades públicas, y luego, en su propia vida, han sido capaces de no acompañar, solidarizarse o incluso dejar en la calle a personas con esta enfermedad. Eso lo dejaré para otro momento…

Caso aparte merecen las aseguradoras sanitarias privadas que se promocionan con “spots” publicitarios edulcorados en los que se supone que “lo que importa es tu salud” y, en realidad, lo que importa es el negocio, sometiendo a muchas personas a tratos vejatorios y cuestionarios insultantes.  Tanto de lo mismo sucede con las entidades bancarias que, a pesar de los contratos y cláusulas leoninas a las que someten a sus clientes, rechazan a muchos con estas dolencias, lo que supone, globalmente, una segunda enfermedad emocional y anímica, que lleva a muchas de estas personas a estados extremos de desesperación y estigmatización perpetua.

Comprendo que los racionalistas argumentarán que tanto las entidades bancarias como las sanitarias, han de velar por sus intereses económicos pero, lo cierto, es que ya lo hacen de sobra con toda clase de seguros, garantes y avales, y podrían tratar de buscar otras maneras menos hirientes como garantías estatales para estos casos, con la ley de dependencia podría haberse incluido alguna enmienda a este respecto en la que no ha caído ningún grupo parlamentario, que haga de la difícil vida de estas personas algo más cálido y menos fiero de lo que ya es enfrentarse a la enfermedad diariamente. Mirar para otra parte no acaba con el horror, sólo atenúa nuestra mala conciencia y, los callos en el corazón nos acercan más a las piedras inertes que a lo mejor del ser humano.

Ojalá los lazos rojos no sean necesarios pero ponérselos como un complemento a juego, mientras sigan muriendo personas a miles por falta de tratamiento, mientras se siga extorsionando, insultando, apartando socialmente a los damnificados, complicando con necios protocolos sus tratamientos, no es más que un alfilerazo más a personas ya muy maltratadas por la desventura. Seres humanos con mucho que dar a los demás si fuéramos capaces de acabar con el desconocimiento, con las leyendas negras, con el miedo al otro, y acompañadas, viviendo, afortunadamente la plenitud del amor como dijo el poeta Jaime Gil de Biedma en sus versos “Para pedir la fuerza de poder vivir/ sin belleza, sin fuerza y sin deseo,/ mientras seguimos juntos/ hasta morir en paz, los dos,/ como dicen que mueren los que han amado mucho.”