En el Imperio Romano se llamó bárbaros a todos aquellos, generalmente invasores, que no pertenecían a la civilización. Inicialmente utilizado con las poblaciones germanas y dacias que causaron problemas importantes en las fronteras norte y este de los confines imperiales, se acabó generalizando con todos aquellos pueblos que no compartían con ellos el latín, la civilización ni su cultura. La lasitud y decadencia de este imperio hizo que, estos bárbaros, acabaran con la cultura romana, entrando incluso en su capital y saqueándola, a finales del siglo V. Salvas sean las distancias históricas y geopolíticas, la actitud del dictador, llamemos las cosas por su nombre, Vladímir Putin, se parece a la del rey bárbaro Odoacro, en su sangriento desprecio por la civilización occidental y su deseo de reducirla a cenizas. Entre la sarta de estupideces e indignidades argumentadas para invadir Ucrania, está la supuesta “desnazificación” del país. Un argumento tan insultante como que, la representación de partidos de extrema derecha en las instituciones públicas españolas, francesas o alemanas multiplican por tres, tristemente, la representación que tenían en el país ucraniano. Que hable de ” nazismo” un presidente que para seguir siéndolo, ha cambiado las leyes rusas, ha detenido encarcelado o asesinado a la oposición real, controla todos los medios de comunicación, no permite la libertad de expresión, detiene disidentes, periodistas, homosexuales, a los que tortura y lleva a campos de concentración, es un chiste del peor y más enfermizo estilo.

Es cierto que un asesino no necesita razones, y menos un asesino que se cree ungido por un destino mayor como todos los genocidas que en el mundo han sido como Hitler o Stalin, por citar algunos más cercanos, y menos un criminal con poder nuclear. También lo es que la tibieza de la comunidad internacional, empezando por la Unión Europea y EE. UU., la falta de una voz autorizada y un frente único en lo político, han dado alas al fanático sin escrúpulos de Putin, que venía preparando esta jugada desde hacía meses. No es soportable, por ejemplo, que, ante las flagrantes violaciones de los Derechos Humanos por parte del oligarca ruso, se le siga permitiendo, no sólo pertenecer a la ONU, sino, además, mantener su derecho a veto. Esta absurda prebenda tenía sentido cuando se crea el organismo internacional después de la Segunda Guerra Mundial, pero no ya en pleno siglo XXI, y menos a la luz de los cambios de equilibrio de poder. Habría que refundarla para que tuviera autoridad. Si esta organización no sirve para nada más que para retirar a viejas glorias internacionales, más vale cerrarla de una vez, y dedicar esos recursos a cosas serias. Por otra parte, el acobardado Biden, que ya protagonizó la vergonzosa entrega de Afganistán a los integristas de quienes se suponía los había liberado, va a rebufo de las acciones de la Unión Europea, por mucho que emita comunicados y discursos grandilocuentes, vacíos y sin efectividad alguna. Lo de la UE es para hacérnoslo mirar también. El baile de presidentes y ministros europeos, desde Emmanuel Macron, al alemán Steinmeier, pasando por el festero Boris Johnson, más interesados en aparecer en la foto como hombres importantes que en hacer frente común por Europa, han puesto de manifiesto lo que Putin ya sabía: que nadie le iba a hacer frente. Hay momentos en que parece más importante el suministro de gas para algunos países, los índices de las bolsas, que se estén vulnerando las fronteras soberanas de un país europeo y se esté matando personas. Resulta indignante oír a todos los presidentes occidentales decir “estamos con Ucrania”, “estamos con los ucranianos”, cuando, lo cierto, es que se les ha dejado abandonados a su suerte, como a los afganos, como a los sirios, como a los venezolanos, como a los nicaragüenses, como a tantos otros, con el agravante de que el hambre de Vendetta histórica de Putin no se va a parar, como la del bárbaro Odoacro, hasta entrar en la capital de occidente, o en todas ellas, y dejarlas sometidas a cenizas de democracia.

Las medidas económicas y políticas están muy bien, pero llegan muy tarde. Debieron imponerse, gradualmente, cuando el viejo oso borracho de odio de Putin amagaba los primeros compases macabros de su réquiem. No soy partidario de la guerra. Nunca lo he sido. Pero no creo que con sanciones y palabras vacías, emitidas por gobernantes sin compromiso común, y organizaciones internacionales desfasadas desde los años cincuenta, se vaya a poner freno a la locura de Putin. La amenaza nuclear no va a dejar de serlo por mucho que se deje que machaque a los ucranianos, lo cual es inhumano y vergonzoso, y va a darle alas para inmiscuirse bélicamente en cualquier frontera que desee. Estamos, probablemente, en una de las horas más oscuras de nuestra historia. Un momento de crisis con consecuencias imprevisibles. El estudio de las culturas y las civilizaciones nos ha demostrado, demasiadas veces, que mirar hacia otro lado no sirve cuando se trata de dictadores, asesinos y genocidas. Putin lo es, empezando por el propio pueblo ruso. ¿Hasta cuando vamos a mirar hacia otra parte? ¿Hasta que seamos nosotros los bombardeados? Me avergüenza mi especie. No hemos aprendido nada.