Los patriotas neoliberales, insolidarios de pensamiento único que odian, sin reparos, a los “diferentes”, ya sean inmigrantes, homosexuales, extranjeros (pobres, por supuesto) llevan décadas retrocediendo al tradicionalismo más apolillado; y tienen, con la consigna “defensa de las tradiciones”, la justificación perfecta para defender, difundir y actualizar viejas costumbres crueles que, como las corridas de toros, el desprecio a lo extranjero o la defensa fanática de los símbolos patrios, son un catálogo muy evidente de las mayores fealdades de la España más cruel y más negra.

Y, por supuesto, no olvidemos el aumento de la exaltación religiosa, como un modo de rechazo de las otras religiones, es decir, de los que piensan de otro modo, de “los otros”. Como si no supiéramos que todas las religiones, especialmente las abrahámicas y monoteístas, funcionan exactamente igual. Y como si no supiéramos que existen en el mundo alrededor de 4.200 religiones y todas ellas promueven la exclusión y la idea de que su dios es el único verdadero, una de las grandes causas de intolerancia, de odio y de conflictos y guerras en el mundo.

Últimamente hemos escuchado con frecuencia, como argumento en defensa de lo propio, esa idea de “defensa de nuestra tradición, de nuestras raíces cristianas”, lo cual es una inmensa falacia, porque la civilización humana no empezó en el siglo IV (cuando Constantino nombró al cristianismo como religión oficial de Roma), sino muchísimos siglos atrás. Muchas civilizaciones y muchas culturas fueron anteriores al cristianismo (celtas, mesopotámicos, bretones, griegos, iberos, fenicios…); sin embargo, el cristianismo, que ahora apela al respeto a la tradición, no respetó nada a las tradiciones anteriores, y no dudó un ápice en acosar, destruir y exterminar a las culturas y civilizaciones que le precedieron; la primera en la frente, la cultura greco-romana, que supuso el cénit de la civilización humana.

Una de esas culturas, que a mí me encanta, y que estuvo vigente en la península ibérica, sobre todo en el norte (en Galicia quedan muchísimos vestigios de todo tipo) es la cultura celta. Una de las más avanzadas de Europa entre los siglos VIII y I a. Es más, en los siglos precedentes a la conquista romana, la mayoría de Iberia estuvo habitada por celtas. Era una cultura natural, eran muy ecologistas realmente; sus mitos o dioses se correspondían siempre con fuerzas de la naturaleza. Para ellos la naturaleza era sagrada, y los árboles eran sagrados (su árbol de la vida era una de sus grandes representaciones sacras).

La vida de los celtas discurría en armonía con la naturaleza, y en cada cambio de ciclo natural, en cada Solsticio o Equinoccio, hacían grandes celebraciones relacionadas con su vida espiritual que, como digo, estaba intrincada en la propia naturaleza. Lo cual me recuerda que, casi treinta siglos después, Jennifer Ackerman, la gran articulista y científica norteamericana, haya dicho: “Mi espiritualidad es la naturaleza”. Como los celtas, como las culturas precolombinas, como tantas personas que intentan entender, de verdad, el mundo. Por supuesto, mi espiritualidad se mueve en esos mismos parámetros.

Los celtas tenían ocho grandes fiestas de Sabbats (Equinoccios), las cuales narran cómo nace el Sol, cómo crece, corteja a la Tierra, la fertiliza para futuras cosechas, llega a su cénit o máximo esplendor, madura, envejece y muere. Y vuelve a nacer de nuevo. De tal modo que cada año el festejo de cada ciclo natural de la vida, era representado en unas celebraciones que tenían todo el sentido del mundo. Las fiestas del Solsticio de Verano fueron usurpadas por el cristianismo con su fiesta de san Juan, la fiesta cristiana de los Santos y los difuntos es la réplica de la fiesta celta de Samhain, que marcaba el final de las cosechas y el comienzo del invierno; también el honor y el recuerdo a los muertos de cada casa, de cada pueblo. Es, de hecho, el origen directo de la fiesta de Halloween.

Pero tenían otra fiesta, muy curiosa, entre el 21 y el 23 de septiembre, que era una celebración de agradecimiento al Sol y a las fuerzas de la naturaleza por los frutos recolectados, y que invitaba a tomar conciencia de la importancia de compartirlos para que la diosa Tierra y el Sol continúen con sus ciclos y su generosidad. Ya digo, todo el sentido del mundo. Y toda la antítesis de los esquemas del neofascismo y ultracapitalismo del mundo actual. Es la fiesta de Mabon, la fiesta del agradecimiento, la reflexión y el equilibrio. Extrañamente, o no, esta fiesta no ha sido copiada, como la gran mayoría, por el cristianismo.

Hace unos días me llevé una preciosa sorpresa al encontrarme con un cartel que anunciaba la celebración de la fiesta celta del Samhaim en un pueblo aragonés. El día, el 2 de noviembre. La iniciativa, de una asociación llamada Asociación de amigos de la Celtiberia. Busco información y me encuentro con la maravilla de que son varias las asociaciones en España que reivindican la cultura celta, nuestros orígenes celtas, y vuelven a celebrar los mismos ritos que ellos celebraban en Iberia hace milenios. ¡¡Qué maravilla!! Mejor manera de reivindicar tradiciones, además, tradiciones de respeto a la vida, a la naturaleza y al fluir del ser humano con ella, imposible. Tenemos, afortunadamente, muchísimas raíces, y muchísimas tradiciones que también, para ser justos, tendríamos que reconocer y respetar en toda su diversidad.

Coral Bravo es Doctora en Filología