Alberto Núñez Feijóo e Isabel Díaz Ayuso parecen competir esta semana por ver quién de los dos es más irresponsable. Él se aferra a la mentira y protege a dirigentes cuestionados. Ella convierte cualquier declaración en un misil contra la convivencia. El resultado no es solo un espectáculo político lamentable, sino un serio problema para la salud democrática del país.
El Partido Popular lleva meses hundiéndose en las encuestas. Pero, en lugar de corregir el rumbo o repensar su estrategia, sus líderes parecen empeñados en acelerar su caída. No solo no aportan soluciones a los problemas reales de los ciudadanos —como el encarecimiento de la vida, la crisis climática o la degradación de los servicios públicos—, sino que se enredan en una deriva política que ni sus votantes, ni sus militantes, ni la sociedad en su conjunto logran entender.
Lo ocurrido recientemente en la Comunitat Valenciana es especialmente grave y sintomático de esta deriva. Durante unas lluvias torrenciales con alerta roja de la AEMET, el aún presidente Mazón volvió a estar ausente. Y no era la primera vez. Ya durante la DANA de hace once meses, se encontraba tranquilamente en El Ventorro mientras la comunidad sufría una situación de emergencia que requería liderazgo y coordinación. Esta vez, lejos de aprender del pasado, repitió el patrón: en lugar de liderar la respuesta institucional, Mazón estaba en Murcia, donde había participado en un acto del PP junto a Alberto Núñez Feijóo. El acto ya había concluido, pero Mazón prolongó su estancia en Murcia a pesar de la situación alarmante que se estaba viviendo en Valencia. ¡De nuevo una comida y una sobremesa de por medio!
¿Y qué hizo el líder nacional ante semejante irresponsabilidad? En lugar de exigir explicaciones o marcar distancia, Feijóo lo elogió públicamente, con una sonrisa y sin rastro de autocrítica: “Si todos trabajaran con la misma intensidad que Mazón, a la Comunidad Valenciana le iría mejor”. La pregunta se impone: ¿Habla en serio? ¿O se burla abiertamente de los ciudadanos?
El problema no es solo la ausencia física de Mazón en momentos críticos. Ahora también es la protección que recibe por parte de la dirección nacional del PP. Mazón gobierna gracias al apoyo de Vox, reparte cargos con una ligereza preocupante y permanece en el poder pese a las numerosas e importantes movilizaciones ciudadanas que exigen su dimisión. Feijóo no solo lo respalda, sino que ha vinculado su propia credibilidad política al destino de un dirigente cada vez más cuestionado.
La frivolidad alcanza niveles grotescos cuando, en plena crisis, Mazón presume en redes sociales de su gestión, sube vídeos autopromocionales y lanza besos en actos del partido, como si nada ocurriera. Para el PP, es un héroe. Para la ciudadanía, una prueba más de que la derecha se aleja peligrosamente de la realidad.
Con su actitud, Feijóo transmite un mensaje devastador: que la lealtad partidista está por encima del deber institucional y del respeto a los ciudadanos. En vez de exigir responsabilidad, prefiere premiar la sumisión política. Normaliza la mentira, encubre la incompetencia y debilita la confianza en las instituciones. Una actitud que no es coyuntural, sino sistemática, y que marca su forma de ejercer el liderazgo.
Y si Feijóo actúa con desprecio hacia los hechos, Ayuso lo hace hacia la convivencia. Su último ataque lo dirigió al lehendakari vasco, Imanol Pradales, a quien acusó falsamente de haberle lanzado una amenaza de muerte con resonancias de ETA. En realidad, Pradales había dicho en euskera: “Ayuso entzun, Euskadi euskaldun” (Ayuso, escucha: Euskadi es vasca). Ayuso manipuló deliberadamente la frase y aseguró haber escuchado un amenazante “Ayuso pim, pam, pum”.
No es un desliz. No es un error de traducción. Es una operación política deliberada: tergiversar unas palabras pronunciadas en otra lengua para convertirlas en munición partidista, recurriendo además al trauma del terrorismo para estigmatizar al adversario. Patxi López lo expresó con claridad: “Me dan asco la banalización del terrorismo que hace Ayuso. No es víctima de nada, ella es quien agrede”. El propio Pradales, visiblemente indignado, lamentó que se le vincule con una época de violencia y miedo que la sociedad vasca lleva años dejando atrás con esfuerzo y dignidad.
Ayuso no confronta ideas ni propone alternativas. No debate políticas ni busca consensos. Señala enemigos, estigmatiza al que piensa distinto y convierte cualquier discrepancia en un conflicto. Su estrategia no es un desliz retórico. Es la base de su proyecto político: dividir para sobrevivir, polarizar para no rendir cuentas.
Es la técnica “trampista” para evitar que se hable de lo importante. Ese día se daban a conocer unos datos estremecedores. Las listas de espera en sanidad han aumentado un 64% desde que Ayuso es presidenta. Los ciudadanos tardan casi una semana más en ser operados que en 2019, 20 días más en que les hagan pruebas diagnósticas y un mes más en pasar por la consulta de un especialista. Casi ningún medio de comunicación recogió estos datos preocupantes porque estaban enredados en la tela de araña pegajosa que Ayuso había lanzado con las falsas amenazas de muerte.
El desprecio hacia la diversidad no es nuevo en su discurso. Basta recordar cómo abandonó la sala durante la Conferencia de Presidentes en Barcelona, justo cuando el lehendakari comenzó a hablar en euskera. No fue un gesto aislado ni un acto de protesta legítima: fue una declaración de intolerancia, un rechazo explícito y un desprecio a la pluralidad lingüística y cultural que define a España.
Pradales lo resumió con precisión: “En política no todo vale”. Pero para Ayuso, parece que sí. Su modelo de liderazgo se basa en la provocación constante, en agitar emociones primarias y en presentar al adversario como una amenaza existencial. Y lo preocupante es que pretende extender este estilo a toda España, aunque eso implique erosionar los vínculos de convivencia y reabrir heridas históricas.
Feijóo y Ayuso no solo comparten siglas. Comparten una visión deteriorada del poder. Él lo trivializa con su tibieza y falta de criterio. Ella lo convierte en un arma de confrontación. Juntos forman un tándem que erosiona el debate público, desvirtúa el sentido del liderazgo democrático y convierte al adversario político en un enemigo al que hay que destruir, no convencer.
Y así, en esta competición por ver quién puede ser más irresponsable, no hay ganadores. Solo hay víctimas. La verdad, el respeto institucional, la convivencia democrática y la confianza ciudadana son las primeras en caer. Perdemos todos cuando se banaliza una catástrofe. Perdemos cuando se manipula el lenguaje para sembrar odio. Perdemos cuando se alimenta un relato que convierte la discrepancia política en sospecha moral.
Sin embargo, el verdadero debate no es quién de los dos es más irresponsable. Lo preocupante es cómo se ha llegado a aceptar este nivel de degradación política a dos líderes del PP. ¿Cómo hemos llegado a asumir que la mentira, el insulto y la manipulación forman parte del juego? ¿Por qué toleramos que el nivel institucional se arrastre a estas cotas?
La democracia no puede sostenerse sobre la mentira ni sobre el enfrentamiento permanente. Exige responsabilidad, altura política y respeto por las reglas comunes. Mientras Feijóo y Ayuso sigan compitiendo en irresponsabilidad, no pueden ni deben aspirar a representar a un país que necesita líderes a la altura de sus desafíos. España no está para juegos de poder, está para soluciones. Y quien no lo entienda, debe dar un paso a un lado.
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