Esta semana dos personas famosas por no hacer nada han dejado sus empleos. Una obligada por la visita de la parca, después de 70 años en el puesto, la otra tras solo 18 meses en su imaginario trabajo. La primera, ya habrán descubierto que me refiero a la reina Isabel II, ha sido despedida con honores y reconocimientos, la segunda, sí es Toni Cantó, con la más absoluta indiferencia. Y es que hasta para no hacer nada hay que saber hacer algo.

Cada una de ellas simboliza un tiempo y un lugar. La reina Isabel, por haber nacido en una familia real, la más irreal de las familias posibles, encarna la historia de un país que en el siglo XX vió como desaparecía uno de los imperios más grandes que han existido. El papel de la monarca, exhibiendo lujosas joyas, paseando en exhuberantes carruajes forrados de oro, sosteniendo con elegancia el dedo meñique mientras tomaba el té, era esencial para que los británicos no se dieran cuenta de que habían pasado de superpotencia a país del montón.

Fue una auténtica maestra en el arte de no hacer nada, de no decir nada (nunca concedió una entrevista), de no significarse en nada. Si el gobierno en vez de comunicar su muerte el pasado jueves, hubiera decidido embalsamarla con la mano extendida, hubiera podido seguir utilizándola indefinidamente para recibir a los sucesivos primeros ministros británicos y a las visitas internacionales de postín, sin que nadie se hubiera percatado de su obligada renuncia al cargo

El caso de Toni Cantó es completamente diferente. Es tan mal actor que no ha servido interpretar ni el papel más simple de la comedia: la estatua. Hubiera podido pasar desapercibido en su inexistente oficina del español, cobrando cada mes sus bien no ganados 6.250 €, simplemente con haber hecho bien no hacer nada, pero ha sido incapaz. Su papel era tan sencillo, que la Comunidad de Madrid, tras la marcha del cómico, ha decidido poner en su lugar a nadie, con la seguridad de que, además de salir mucho más barato, ejercerá el cargo con mayor eficacia.

Cantó, como Isabel II, también simboliza un tiempo y un lugar. El tiempo en el que los méritos son un demérito, en el que lo importante es que seas conocido y no que tengas conocimiento. Y un lugar, Madrid, donde esos nuevos valores se han confundido con una libertad, que sólo hace libres a quienes nunca jamás la han defendido.