Esta semana se conmemoraba el aniversario del asesinato del poeta Federico García Lorca. Ochenta y cinco años hace que lo mataron y arrojaron a una fosa de la que aún no ha salido. Su cuerpo quedó oculto, quizás para siempre, pero sus palabras volaron lejos, también para siempre.

Siempre que se habla de Federico y, especialmente, de su muerte, recuerdo algo que he comentado alguna vez. En mi primer libro de texto, en su breve reseña biográfica, decía “muerto en extrañas circunstancias”. Pregunté qué quería decir aquello y no recibí por aquel entonces más respuesta que un asustado “shh, de eso no se habla”. Y, claro está, no lo supe hasta que tuve edad suficiente para comprender cuáles eran las circunstancias y que, por desgracia, es esa época nada tenían de “extrañas” por lo tristemente frecuentes.

Leía estos días algo que rescató aquella escena de mi memoria. Uno de los verdugos del poeta volvió, tras su asesinato, vanagloriándose de ello. Sus palabras, según se pudo saber más tarde, fueron “Vengo de darle dos tiros a García Lorca, por maricón”. Y por rojo, por supuesto. Algo que cuentan que siguió manteniendo su asesino hasta el día de su muerte.

Esas fueron, pues, las extrañas circunstancias de su muerte. Y lo que me preocupa ahora es que no se trata solo de cosa del pasado. Por desgracia, de Lorca no es solo actual su poesía. Las circunstancias siguen siendo tan poco extrañas como entonces. Todavía quedan muchos países donde ser homosexual está castigado con penas durísimas, incluso la muerte. Y día a día vemos como, en nuestra supuestamente civilizada Europa, se inocula, incluso por ley, el virus de la homofobia, privándoles de derechos y castigándoles al ostracismo

No hablo del pasado. Ya me gustaría que así fuera. El asesinato del joven Samuel Luiz ha servido para que viéramos los dientes de un lobo que vivía entre nosotros, mucho menos agazapado de lo que suponemos. El mismo lobo que mi primer libro de texto llamaba “extrañas circunstancias”

La semilla del odio sigue aquí. Odio a quien es diferente, y, sobre todo, a quien se niega a silenciar esa diferencia. Odio a quien habla, porque las palabras tienen más peligro que todas las balas.

El mundo no conoce el lugar de la fosa de Federico, pero conoce de sobra su obra, su mejor legado. Pero, tras ochenta y cinco años, ya sería hora de que, además de sus palabras, se conociera su sepultura. Y con la suya, la de tantas y tantas personas que siguen en cunetas y fosas de España.