Hay quienes pretenden hacernos ver ahora que, lo que pasó aquel fatídico 23 de febrero de 1981, fue un cuento. Como si no tuviésemos bastantes problemas con los negacionistas de la Pandemia, ahora tenemos también negacionistas de nuestra propia historia democrática. Intoxicados todos por las mentiras emotivas de la posverdad, nos movemos en el alambre de una realidad que se manipula o se reescribe según le venga bien a cada uno. El peligro es la desintegración de las instituciones y de la propia entidad de nuestra democracia, que se ha construido con mucho esfuerzo y sacrificios. Todas las circunstancia de la sindemia, emocional y económicamente devastadoras,  no son más que un caldo de cultivo para toda clase de especulaciones, extremismos y violencia social, de la que se alimentan los extremistas de todo pelo y color, y la gente agotada por un horizonte sin luz. 

No soy un ingenuo y no pido que nadie lo sea. Acostumbrado a investigar y escribir sobre la historia y sus protagonistas sé que, verdades admitidas como tales son, a menudo, las versiones de los que escriben la historia, normalmente los vencedores y los poderosos. Pero también soy consciente de que el momento actual es de una volatilidad deconstructiva vertiginosa. Desde sectores nacionalistas-independentistas conviene deslegitimar las figuras y verdades históricas que nos hicieron superar un bache como aquel criminal intento de golpe de Estado, que nos habría retrotraído a una nueva dictadura militar. Figuras como las del Rey Juan Carlos I, en cuestión por presuntos delitos fiscales y otras miserias de entrepierna, deben ser investigadas y asumidas las responsabilidades sin temor pero, eso no quita que, su papel, interesado o no, fuese crucial en truncar aquel 23F. Los arquetipos de buenos buenísimos, y de malos malísimos, no se sostienen casi ni en los albores de las películas primeras del cine mudo. Se puede haber servido a los intereses generales de nuestro país y nuestra democracia y, a la vez, haber dilapidado esa fortuna política e histórica por negocios ilícitos y otras debilidades de la carne más mundanas.

Desclasificar los documentos secretos de aquellos días, como piden algunos,  podría arrojar luz, pero también abrir en canal las interioridades de nuestra historia, cosa que no hace en el mundo ningún país, por muy avanzado y democrático que sea. Si existiese lealtad institucional, otro de los valores políticos y democráticos que hoy se han perdido, podría someterse esos documentos al escrutinio de los diferentes representantes de las fuerzas políticas pero, en el punto en el que estamos, todos sabemos en que no se tardaría nada en el filtrado interesado de información sensible. Aquel 23F todas las fuerzas políticas fueron una contra la violencia retrógrada. Una sociedad que contuvo el aliento y se manifestó, el 24F, del que no se habla tanto, en las manifestaciones más multitudinarias de la historia de España, al grito de “Constitución”, “libertad”, “democracia” y “viva España”, sin ningún sesgo ideológico más que la consciencia de la fragilidades conquistadas para todos. Tras las pancartas de aquel 24F, a las pocas horas del final del intento de golpe de Estado, estaban figuras tan dispares como Adolfo Suárez, del Centro Democrático Social y aún presidente del Gobierno, Santiago Carrillo, del Partido Comunista, Manuel Fraga, exministro franquista y líder de Alianza Popular, Felipe González, como presidente del Partido Socialista Obrero Español, y miles y miles de representantes políticos, intelectuales, periodísticos y ciudadanos varios a los que no les importaban qué pensaba o qué votaba el de al lado, mientras pudieran hacerlo en libertad. Ese consenso en la unidad democrática, en el pensamiento como colectivo es lo que hoy falta. Con una oposición inmersa en la judicialización de su financiación en B, y asustada porque, los nostálgicos del franquismo que tenían dentro, se han convertido en partido propio, filofascistas, y les “sorpassa” en todas las elecciones en las que van concurriendo con las siglas de VOX. Unos movimientos independentistas que hacen  de la deslealtad institucional y de la deslegitimación de la democracia española el arma para conseguir lo que la ley y la mayoría de sus ciudadanos no quieren. Y un gobierno bipolar en el que los egos de una parte de la coalición, como es el caso del vicepresidente Pablo Iglesias, no comprende que no se puede estar en el sistema y ser un antisistema, que no se puede estar en el gobierno y en la oposición.

Para colmo, la situación socioeconómica de la sindemia que estamos padeciendo hace que, ante el cabreo y falta de esperanzas generalizadas, la judicatura sea errática, lenta e injusta, muy a menudo. Se mezclen reivindicaciones legítimas como los límites de la libertad de expresión con la figura de un rapero que, en realidad, no está en la cárcel por las injurias al Rey, sino por acumular antecedentes, entre los cuales están agresiones varias, incluidas a periodistas. Y en este río revuelto, pescan delincuentes de todo pelaje, que incendian ciudades, apedrean las vidrieras del Palau de la Música de Barcelona, y saquean los comercios de agotados trabajadores que ya hacen milagros para sobrevivir en tiempos de restricciones y confinamientos en Cataluña, Madrid o Valencia.

Va a ser verdad esa frase atribuida al Canciller alemán Bismark: “Estoy firmemente convencido de que España es el país más fuerte del mundo. Lleva siglos queriendo destruirse a sí misma y todavía no lo ha conseguido”. El problema puede ser que, a falta de no creer en nuestros logros y fortalezas, en nuestras conquistas como sociedad, acabemos destruyendo, de verdad, una realidad que, 40 años atrás, nos hizo más fuertes, maduros, y debió vacunarnos contra tentaciones inútiles.