En estos tiempos de vértigo y vorágine política, la actualidad no nos permite a veces detenernos en lo importante. Digo lo importante porque, aunque a veces el poeta sea “un fingidor”, que decía Pessoa, cuando un  poeta está comprometido con la palabra y su tiempo “dice la verdad”, que escribió García Lorca. A principios de este agonizante octubre, nos dejaba el poeta, periodista y flamencólogo de Jerez Manuel Ríos Ruiz. Sin hacer ruido, sin estridencias, como hizo el resto de su vida, en paz con sus contemporáneos -que no siempre lo trataron con la generosidad que él los trató-, atento de los jóvenes, que le debemos en muchos casos como el mío nuestras primeras colaboraciones en los medios y las primeras críticas de nuestros libros, y con la fidelidad a sus maestros.

Recibió reconocimientos como el accésit del Adonáis por el libro “Amores con la Tierra”, el Premio Nacional de Poesía Flamenca, el Gustavo Adolfo Bécquer, el Juan Ramón Jiménez o el José Hierro, y también el Nacional de Poesía en 1972 por su libro “El Oboe”. En él se recoge un poema en prosa, ahora que los modernos creen que han inventado esta composición, social y perturbador sin pretenderlo en el que dice: “Así, uno y otro, murieron los tratantes, vacías las garrafas de su vino, nula la apretada firma de sus manos. Sólo queda, en este aire o mítico regreso de la memoria en pos, un mirlo trinando en el oboe, el dolor que no obedece, ni se calma”. Este dolor que no obedece ni se calma es el que se nos queda a algunos que lo conocimos, y que nos duele que se haya marchado sin recibir alguno de los premios que merecía de sobra, como la Medalla de oro de Andalucía, o ser nombrado Hijo predilecto de la misma. Digo esto, como llevo anunciando que pasará con otros y otras maestras queridas, que por no estar en las pomadas, ni en los besamanos debidos, se perderá Andalucía y España de tener el honor de haber honrado por unas vidas llenas de talento y compromiso. Es verdad que, en el caso de Manolo Ríos Ruiz, nunca ambicionó nada, más que el texto bien escrito, y el afecto de los suyos. Hace unos años, cuando comenzó a sentir el golpe de la enfermedad,  le pregunté que para cuando un nuevo libro de poemas y me respondió: “cuando no se tiene nada que decir, lo mejor es no hacerlo, y, menos, dejarlo por escrito”. Sabio. De lo poco que presumía era de “haber estado a un palmo de la Niña de los Peines escuchándola cantar”. Amante del flamenco, crítico durante décadas de este arte, al que le debemos “El Gran Libro del Flamenco”, editado por Calambur en dos volúmenes, obra imprescindible para entender la historia de este género, sus intérpretes y estilos. Una pena que en su sepelio faltasen los cantaores, bailaores y bailaoras y músicos del flamenco de Jerez, de los que no se dejó ni uno sólo por reseñar en su obra, en sus crónicas y críticas en prensa, y a los que ayudó en todo lo que pudo a abrirse camino en tablaos, espectáculos y teatros. No repartía ya juego, qué voluble es el amor y la lealtad contemporánea, y me permito afearlo con unos versos flamencos del propio Ríos Ruiz: “A mí se me importa poco, /que un pájaro en la alameda/se pase de un árbol a otro”. Un poco de lealtad y agradecimiento, aunque no se estile, nos define.

Ríos Ruiz pertenecía a ese Generación poética del 60, la denominada “generación del lenguaje”, a la que pertenecen figuras como Félix Grande, Joaquín Benito de Lucas, Rafael Soto Vergés, Ángel García López, Carlos Álvarez, o Antonio Hernández entre otros. Una generación triturada entre los maestros del 50, y la avidez de los Novísimos, ante la orfandad de ser poetas periféricos en su mayoría, y no apoyados por grupos editoriales. Ríos Ruiz contó, sobre todo, con la amistad y el afecto del poeta Granadino Luis Rosales, del que fue discípulo y confidente y al que legó el cabecero de las revistas “La Estafeta Literaria”, y “La Venencia”, después de la canallada perpetrada al maestro Rosales para quitarle la dirección de “Cuadernos Hispanoamericanos”, por una camarilla de desleales ambiciosos, de cuyo nombre no voy a acordarme ahora pero puedo recitar sin trastabillarme.  Entre los leales a Rosales, Félix Grande, Francisca Aguirre, Antonio Hernández y, por supuesto, Ríos Ruiz.  Desde las dos revistas cedidas por Rosales, hoy desgraciadamente desaparecidas, Ríos Ruiz peleó por mantener un escaparate de literatura plural, siempre atenta a América y a los más jóvenes, sin distinciones de grupos, filias ni fobias.

Hoy, entre tanto ruido de estupideces, de secesiones hipertrofiadas, de faltas de respeto parlamentarias, de zafiedades ambientes, hago sonar el dulce recuerdo de un poeta mayor, Manuel Ríos Ruiz, con la madera de su Oboe, hecho con las duelas del flamenco y las barricas de buen vino de su tierra albariza jerezana. Él escribió una magnífica soleá en su libro “Dolor del Sur”, que recomiendo a los que quieran impregnarse de cultura andaluza con altura: “Dejadme solo esta tarde/que tengo que hablar conmigo/ y tiene Dios que escucharme”. Un agnóstico metódico como yo sólo espera, maestro y amigo poeta, Manuel Ríos Ruiz, que exista el cielo y su paraíso sólo para personas como tú.