Y ahí estaba Biden, el hombre más poderoso del mundo, echando una siestecita ante las cámaras, mientras, unos pocos metros más allá, pero como en otra dimensión, sonaba un murmullo amniótico y maternal, un chill out para bebés septuagenarios que inducía a la renuncia, al abandono, al sueño.

Era el discurso de otro político —a este también se le notaba muy planchadita la raya de los pantalones en las palabras que leía en el atril de Glasgow— que aseguraba que su país también reduciría los niveles de CO2, porque él y su Gobierno eran más verdes que el increíble Hulk y la fotosíntesis de todas las espinacas juntos. Y lo cumplirían en las próximas calendas griegas. Palabra de gitano.

El hombre más poderoso del mundo entrecerraba los ojos dulcemente y exageraba su acuerdo con cabezadas de agente inmobiliario que asiste por equivocación a un curso de teología tomista por Zoom. O sea, sin enterarse de nada, pero sin querer desentonar. En el fondo, Joe maldecía su suerte. Era preferible ser torturado en Guantánamo que en la cumbre del clima de Glasgow durante doce, se dice pronto, doce días seguidos de bostezos. Ni el yihadista más resistente y Allahu akbar soportaría aquello.

Porque, vamos a ver, ¿qué pintaban en aquella bufonada sobre el clima tantos presidentes que jugaban a engañarse unos a otros? Los menos hipócritas habían sido China, Rusia y Brasil, que renunciaron a ponerse en ridículo en Glasgow. Ellos seguirían a lo suyo, a contaminar, que el planeta y la vida son dos días. Él, Biden, era, por el contrario, más político. Todo un gentleman de Pensilvania con modales de hipocresía five o’clock tea. Estaba seguro de que ningún dirigente había sido tan astuto como él antes de sentarse en aquel aburrido sillón climático. Había presionado a la OPEP para que evacuase una diarrea de petróleo mientras en los micrófonos de Escocia declamaba promesas de descarbonización que le aplaudirían los editoriales de The New York Times.

Pero, en realidad, y aparte de mentir a los 7.000 millones de personas cuya existencia dependía de los desacuerdos de Glasgow, ¿qué hacían ellos allí? Ah, sí, recordó supitañamente Joe, estaban en aquella lujosa celda de tedio y agua mineral para proteger el capitalismo de la vida. Y por eso él y otros tantos colegas habían llegado a Glasgow en jets privados, por ver quién tenía la cola del reactor más larga. Unos 400 aviones, según publicó el diario Daily Mail, que excretaron alrededor de 13.000 toneladas de CO2, el equivalente a las emisiones de 1.600 británicos al año. ¿Y qué querían los ecologistas, que los valientes hombres de la Marvel neoliberal que van a salvar el planeta se presentaran a la cumbre en burros y apestándoles los calcetines a ganadería extensiva?

Creo que fue el escritor Chesterton, nada sospechoso de izquierdismo, quien dijo que un pueblo muy decente fusilaría a sus gobernantes por piedad. Y ese pueblo, en un tribunal justo, sería absuelto por haber usado la violencia en defensa propia, añado yo. Porque lo de la cumbre del clima de Glasgow, como todas las anteriores, ha sido más absurdo que vergonzoso. Algo así como si Belcebú fuese el jefe del departamento de exorcismos del Vaticano. O como si Hannibal Lecter pronunciara una conferencia sobre nutrición alertando por-me-no-ri-za-da-men-te y en pequeños trocitos de por qué el canibalismo no es saludable. O, en fin, como si un grupo de pirómanos discutiera cómo van a sofocar el fuego que ellos mismos siguen atizando.

Es absurdo, pues, buscar soluciones capitalistas al problema del calentamiento global creado precisamente por el capitalismo. De modo que o las sociedades civiles de todos los países desarrollados despiertan de una vez y nos dejamos de protestas cool como las de Glasgow y comenzamos a organizarnos mundialmente para ejercer una firme, constante y eficaz presión contra los Estados capitalistas, o terminaremos dando cabezadas de oveja modorra como Biden mientras contemplamos en streaming el último capítulo del fin del mundo en el móvil. Que ya nos advirtió don Antonio Machado que o haces política o te la hacen. ¿Alguna otra solución? Ah, sí, confiar en que la tecnociencia nos saque del atolladero y poner, entretanto, molinos eólicos y plaquitas solares, muchos molinos eólicos y plaquitas solares.