Me impactó hace años leer una idea, de entre tantas sabias y maravillosas que contiene el libro, que el escritor y pensador checo Milán Kundera expuso con mucha claridad en su novela-ensayo La insoportable levedad del ser, en referencia a los animales. Era la primera vez en mi vida que me encontraba con un pensamiento que era muy parecido al mío pero que rara vez me atrevía a verbalizar: la barbarie que supone el maltrato y el abuso atroz al que los humanos sometemos sin piedad a los animales no humanos. Y durante mucho tiempo no me atrevía a verbalizar esta idea porque vivimos en un país insensible, sádico y torturador en el que muchos llaman cultura a la tortura y en el que se ha instituido como fiesta nacional el esperpento macabro de la tauromaquia. En ese contexto expresar claramente que duele tanta crueldad, que los animales sienten y que muchos sufrimos con ellos tanta inconsciencia y tanta bestialidad, pues es de todo menos políticamente correcto.

La idea concreta a la que me refiero expone con convencimiento y rotundidad que la verdadera prueba de la moral humana se encuentra en la relación del hombre con aquellos que están a su merced: los animales; y la mayor debacle del ser humano, de la que provienen todas las demás debacles, tiene su origen en el desprecio y la soberbia con que les tratamos, como si fuéramos superiores. Y no lo somos.  Somos diferentes. Somos otra especie. Pero no somos superiores. Sin embargo, es esa supuesta superioridad lo que siempre ha sido el argumento para permitir el abuso, la tortura y el trato vejatorio y cruel contra ellos. La biblia cristiana es la responsable del origen ideológico de esa falsa idea de “superioridad” y de desprecio a los animales por ese antropocentrismo que siguen difundiendo a día de hoy en las mentes infantiles de medio mundo, un antropocentrismo según el cual dios creó a los animales y a la naturaleza para uso y disfrute del hombre. Una muy artera manera de incitar al usar y tirar, como mera mercancía, a los seres vivos de todo el planeta sin el más mínimo escrúpulo y, por supuesto, sin conciencia.

Pues bien, el 7 de julio de 2012, en la Universidad de Cambridge, se firmó por varias decenas de científicos, con la presencia del gran Stephen Hawking, ahí es nada, una declaración que es un Documento Histórico muy especial y enormemente importante, aunque sea un gran desconocido porque a algunos sectores les importa muchísimo que siga en la sombra. Es una Declaración que reconoce que los animales tienen conciencia, y que algunos en concreto, como los elefantes y algunas especies de delfines, tienen niveles de conciencia superiores al nivel de conciencia que tenemos los humanos. Suscrito por eminentes y reconocidos expertos en el campo de las neurociencias, fue presentado por el neurocientífico canadiense Philip Low con estas palabras: “Decidimos hacer esta Declaración para el público que no es científico. Es obvio, para todos en este salón, que los animales tienen conciencia. Pero no es obvio para el resto del mundo”.

El abuso de los animales es una fuente inagotable de riqueza para una parte de la humanidad, esa parte que se ha encargado de insensibilizarnos ante su dolor, esa parte que se apropia de la mayor parte de la riqueza del mundo; ámbitos políticos, económicos, religiosos y empresariales forman parte de ese poder que utiliza los recursos naturales del planeta, y entre ellos a los animales, como una máquina imparable de hacer dinero. Por eso esos sectores minoritarios no están interesados en que las sociedades tomen conciencia y reaprendan la realidad de modo que se considere una relación más humana y solidaria entre el ser humano y el resto de seres vivos; y en esa tesitura es toda la humanidad la que tiene sus manos manchadas de sangre, de inmoralidad y de inmensa culpa.

Jennifer Ackerman, divulgadora científica, estudiosa de los pájaros y articulista en The New York Times, afirma tajante, en su precioso libro El ingenio de los pájaros, que “los pájaros recuerdan, piensan, sienten, hacen regalos y aman”, y afirma también que se prevé que la mitad de las especies de pájaros se extinguirán en los próximos cincuenta años. Los animales, especialmente los mamíferos, que son nuestros hermanos cercanos, y los que tienen sistema nervioso central, tienen mecanismos fisiológicos y emocionales prácticamente idénticos a los nuestros.  Tienen conciencia, se comunican, entienden, aman, tienen miedo, muestran ternura, lloran, sienten un inmenso terror cuando saben que van a ser asesinados, y, según está ampliamente documentado, llegan a suicidarse cuando llegan a un estado de angustia extrema.

La semana pasada una cámara oculta grabó en un matadero de Madrid el maltrato al que se somete a corderos y ovejas antes de morir. Pateados, lanzados al aire y golpeados. Ya sé que veinte siglos de adoctrinamiento en el desprecio a los animales forman parte ya de nuestra herencia genética. Pero pedimos un mínimo de trato ético a esos otros seres que tienen conciencia. Yo diría que enormemente más que muchos humanos. El tener que reconocer que llevamos más de veinte siglos radicalmente equivocados no es nada fácil. Aunque, como decía el escritor y erudito Alvin Toffler, los analfabetos del siglo XXI son los que no saben aprender, desaprender y reaprender la realidad. Necesitamos con urgencia, en éste y en otros muchos temas, reaprenderla.