No sé dónde pernocta, pero su casa, su hogar, son estos cuatro metros cuadrados de acera delante de la puerta del supermercado. Y los tiene limpísimos. Si alguien que pasa tira un papel, un envoltorio, ella lo castiga con un reproche en el ceño y se levanta del taburete y va empujando a puntapiés el plástico, la colilla, lo que sea, hasta la calzada. Otras veces se agacha y recoge la basura con dos deditos precavidos y la introduce en una papelera.

Hay mañanas en que ya está ahí, sentada en el taburete casi infantil, mucho antes de que suban la persiana del supermercado. Despliega unos folletos comerciales del Día sobre el asiento para cuidarse la falda —negra, holgada, larga— que ella se pone encima de unos pantalones masculinos de tergal oscuro. Se abriga la cabeza con un pañolón románico y el cuerpo con un anorak del color de las olivas tímidas.

La cara es un puro embrollo de cárcavas y zigzags que imitan el plano del metro, y el abuso de la intemperie le ha puesto en los pómulos el mismo matiz del pan a punto de quemarse en la tostadora. La mujer puede acumular cincuenta años o mil quinientos. Depende. Tiene días de casi juventud y otros en que da la impresión de que ya jugaba al escondite con Matusalén en los recreos bíblicos de la escuela.

Lleva bastante tiempo en el barrio. Antes se sentaba bajo la marquesina homeopática de un herbolario. Ponía el taburete al pie del escaparate que prometía la eterna juventud en grajeas, hierbas para limpiar, fijar y dar esplendor al hígado, elixires milagrosos a base de plantas del Tíbet y otros genuinos bálsamos de Fierabrás bajos en calorías. Pero se conoce que su presencia espantaba a los clientes de la inmortalidad y, al cabo de unos meses, transmigró a la puerta del supermercado.

No sé las horas que permanecerá encorvada en ese taburete mínimo, de patas tan cortas que hace que las rodillas casi le rocen la nariz. No incordia a nadie. Se está quietecita en la puerta, como un bulto o una cosa. Y casi ni pide. Solo refugia entre los dedos un vaso de plástico, en cuyo fondo brillan, bajo la luz distante y teologal de noviembre, unas pocas monedas. A veces, las mira con avidez; otras, con indiferencia. Yo la he visto echarse a la palma de una mano toda esa quincalla y, con el índice de la otra, recontar y recontar meticulosamente los céntimos, tal vez por si el resultado de la última suma no coincidía con el de la primera, o por si ver si con el frote y la observación se le multiplicaba el capital.

Entretenida en esas perplejidades financieras, puede estar un buen rato. Cuando se aburre o recuerda que para ella no existirán los milagros, guarda todo ese tesoro en un bolsillo del anorak y se queda mirando el aire o un adoquín. Entonces parece que se le agarra una gran pena en el pecho, que yo imagino crónica, como una bronquitis emocional. Es en esos momentos cuando uno aparta la vista con vergüenza. No obstante, al cabo de dos o tres minutos, la mujer sale a flote limpiándose una lágrima de un manotazo. Y entonces, como purificada por un exorcismo, vuelve a sacar las monedas y a espolvorearlas dentro del vaso. “¡Hola!”, se sube de nuevo la mascarilla para saludar a quienes entran en el supermercado y ofrecerles en el brillo de los ojos una sonrisa dulcísima y lumpen.

Una cajera que la conoce un poco me ha dicho que le dan alimentos recién caducados o a punto de caducar. “No come mucho y solo coge lo imprescindible. Unas nueces, unos sobres de azúcar, un paquete de jamón de York”.

La mujer tiene un gran bolso a los pies, con las asas cuarteadas. A veces saca de él una botella de agua, le da unos sorbitos y se remansa después las hilachas del pelo bajo el pañolón. Otras veces se queda mirando con extrañeza unos papeles, unos cartones, unas fotos. ¿Tendrá parientes? ¿Hijos, quizá? ¿Qué le ocurrió para que los 510 millones cuadrados del planeta terminasen cabiendo en este trocito de acera?

Alguna vez he conversado con la mujer. Apenas habla español o castellano, que razones lingüísticas hay para nombrar de un modo u otro, y con igual exactitud, la lengua que cada día destrozamos mejor. La mujer se llama Daciana y, vista de cerca, parece venir de muy lejos. Y no me refiero a algún borroso país del este de Europa. Viene de más allá. Quizá el mar la haya devuelto a la playa después de tenerla mil años en las profundidades. Quién sabe. Un día, me animé a preguntarle que de dónde era. “De aquí”, señaló el suelo. “No, no, le pregunto que dónde ha nacido usted”. Como tardaba en contestar, repetí la pregunta, la troceé, la pronuncié más despacio. “¿De qué país viene? ¿De dónde es usted?” Me miró fijamente a los ojos y luego se echó a reír a carcajadas. “Del mundo. ¿Y tú?”.

Desde hace tres días, Daciana engrosa los más de 40.000 muertos por coronavirus en España.