Cien días después de la entrada en vigor de la Ley Orgánica 1/2025, el balance que puede hacerse no es de cumplimiento completo, ni de transformación inmediata, ni de milagro resuelto, pero sí es un punto de inflexión nítido y necesario. La justicia española llevaba tiempo reclamando una revisión a fondo de sus estructuras, de sus tiempos, de sus modos de relación con el ciudadano, y esta ley ha abierto una vía realista, progresiva y ambiciosa para responder a ese desafío. Lo que hoy vemos no es el resultado definitivo, sino el comienzo de un proceso que, si se mantiene con convicción, puede modernizar de forma estable el sistema judicial y acercarlo a las expectativas de una sociedad que ha cambiado profundamente.

Uno de los avances más importantes que establece esta norma es el impulso a los medios adecuados de solución de controversias. La apuesta por la mediación, la conciliación y el diálogo como paso previo al juicio no es un simple recurso técnico, es una afirmación de que la justicia no solo puede dirimirse en tribunales, sino también construirse desde la voluntad de las partes. Convertir estos medios en un instrumento ordinario y no residual implica un cambio cultural que va más allá del proceso: es una forma de introducir escucha, responsabilidad y acuerdo en la resolución de los conflictos del día a día. Y aunque el despliegue completo de estos mecanismos aún requiere más medios, más coordinación y más presencia territorial, el marco legal ya está ahí y las primeras experiencias están sirviendo para ajustar, corregir y aprender.

No es casual que, desde hace años, muchos gestores ya actúen como mediadores de hecho, ayudando a resolver desacuerdos antes de que se conviertan en litigios

En este camino hacia una justicia más dialogada, los gestores administrativos tienen un papel complementario y muy valioso. Su cercanía al tejido económico y social, su capacidad de interlocución con ciudadanos, pymes y autónomos, y su experiencia en la resolución extrajudicial de problemas cotidianos, los sitúan como actores clave en la prevención del conflicto y en la orientación temprana hacia vías de mediación. No es casual que, desde hace años, muchos gestores ya actúen como mediadores de hecho, ayudando a resolver desacuerdos antes de que se conviertan en litigios, mediante el acompañamiento técnico, la contextualización del problema y el asesoramiento continuo a sus clientes.

Reconocer y fortalecer esta función desde el marco institucional no solo sería coherente con el espíritu de la ley, sino también eficaz desde el punto de vista práctico. Integrar a los gestores administrativos en la red de operadores que pueden promover acuerdos, derivar a servicios de mediación o incluso intervenir como facilitadores en determinados procedimientos supondría extender el alcance de los MASC a entornos donde el conflicto no siempre se ve como jurídico, pero sí necesita una solución. Dar protagonismo a quienes ya están cerca del ciudadano es también una forma de dar profundidad real a esta reforma.

La ley también establece las bases para una nueva arquitectura judicial. La creación de tribunales de instancia, la reorganización de las oficinas judiciales y la evolución de los antiguos juzgados de paz hacia estructuras más integradas son pasos pensados para ganar eficiencia, especialización y racionalidad en la distribución de recursos. Se trata de construir una justicia menos fragmentada, con mayor capacidad de respuesta y más orientada al ciudadano. Esta reordenación no se hará de la noche a la mañana, y eso no es un problema. Las reformas de fondo requieren tiempo, previsión y compromiso colectivo, y lo que ahora está en marcha es una transición gradual que permitirá adaptarse, sin fracturas, a un nuevo modelo organizativo.

Implementar esta ley requiere no solo voluntad normativa, sino dotación presupuestaria, formación continua para los operadores jurídicos, digitalización real de los procedimientos y una gestión pública orientada a resultados

Por supuesto, ningún cambio profundo se logra sin retos. Implementar esta ley requiere no solo voluntad normativa, sino dotación presupuestaria, formación continua para los operadores jurídicos, digitalización real de los procedimientos y una gestión pública orientada a resultados. Pero precisamente por eso es tan relevante que ya existan los cimientos legales y el impulso político. Lo que corresponde ahora no es cuestionar la ley, sino hacerla posible en plenitud. Darle vida no solo desde los textos, sino desde las prácticas cotidianas de quienes forman parte del sistema de justicia.

Esta norma no ha nacido para ser perfecta desde el primer día, sino para evolucionar. Es una herramienta en construcción, y como toda herramienta necesita manos expertas que la usen bien y un entorno que la potencie. Si se acompaña con recursos, si se consolida con visión de Estado y si se aplica con sensibilidad, puede marcar una diferencia real. Puede abrir la puerta a una justicia más moderna, más previsible, más cercana. No hay atajos cuando se trata de transformar instituciones complejas. Pero sí hay rutas, y esta ley, con todo lo que aún debe fortalecerse, es una de ellas.

Han pasado cien días. El camino está abierto. La dirección es buena. Ahora queda lo más difícil y lo más importante: que entre todos sepamos recorrerlo hasta el final y que, esta vez sí, consigamos hacer realidad una justicia más eficiente, más humana y más útil para la ciudadanía.