Seguramente el exceso de información es mucho peor que la ignorancia. En esta crisis sanitaria sin precedentes en muchas décadas los ciudadanos viven, vivimos, pegados a las noticias que nos vierten desde los medios de comunicación. Algunas son veraces, otras dudosas, y algunas, es evidente, son mentiras ideadas para desconcertar, confundir o alarmar al personal. En la era de la información, probablemente estamos más desinformados que nunca, porque, aunque tenemos todos acceso a la gran cantidad de información que se vierte continuamente, mucha gente es incapaz de procesarla con lucidez, e incapaz de filtrar y seleccionar la que es veraz; por lo que todo apunta a que la ignorancia ha dejado paso a algo peor que la ignorancia: la confusión, y el consiguiente analfabetismo funcional que caracteriza a quien sabe leer pero carece de un mínimo de sentido crítico para cuestionar lo que lee.

Y es que educar no es ofrecer paquetes inconexos de información, que es lo que a mí me dieron, y es lo que ofrecen sistemáticamente desde siempre en la Educación reglada, apartándonos de ese pensamiento crítico tan escaso y al que algunos llegamos por iniciativa propia y sorteando mil y un obstáculos en el camino. Educar es, sobre todo, parafraseando a la antropóloga Margaret Mead, enseñar a pensar. Libres son quienes crean, no quienes copian, y libres son quienes piensan, no quienes obedecen; enseñar es enseñar a dudar, decía el gran Eduardo Galeano.

Lejos de eso, vivimos en un mundo en el que hay fuerzas y grupos de poder que diseñan los currículos educativos  poniendo  mucho interés en que en las escuelas se adoctrine y se bloquee la capacidad crítica que es la que nos lleva a hacernos preguntas y a buscar respuestas. En este sentido es muy significativo el hecho de que buena parte de las editoriales de los libros de texto en España son propiedad de la Iglesia católica. Eso explica muchas cosas. Como que a estas alturas se siga propagado y asumiendo  la ignorancia y el pensamiento mágico e irracional religioso que tanto daño hace en muchos ámbitos y de muchas maneras.

En este contexto es entendible que nos encontremos en el siglo XXI con circunstancias y situaciones absurdas y primitivas como las que estamos leyendo en estos tiempos de pandemia: El Papa católico afirma que le ha pedido a Dios que detenga la pandemia, aunque parece que no le ha hecho mucho caso; diversos curas sacan en procesiones a santos para curar a los enfermos por coronavirus. Desde la catedral de Huesca el clero ha intentado frenar el coronavirus exhibiendo  al Cristo de los milagros en el altar mayor, como en la peste de 1497, una peste, la bubónica, de la que, por cierto, una de sus causas fue los edictos papales que ordenaban matar a los gatos (que según ellos, eran reencarnaciones del diablo), y que, al extinguirse en toda Europa, dejaron de controlar a las poblaciones de roedores. Y se recomienda desde diversas tribunas pías el rezo, y acudir a lo que llaman “fe” y Nietszche, uno de los más grandes pensadores de la historia humana, definía como “el deseo de ignorar lo verdadero”. ¿Por qué no mejor donan parte de los 11.000 millones de euros que los españoles les regalamos todos los años en los PGE para los equipos de protección y los respiradores que les faltan a los profesionales de la salud?    

Y mientras tanto, los trabajadores del sistema sanitario español, que los recientes gobiernos de la derecha desmantelaron, trabajan contrarreloj, exponiendo su propia salud y su propia vida para atajar esta situación crítica, dejándose la piel la piel para salvar a los enfermos. Y mientras tanto, los científicos de España y del mundo trabajan también contra reloj para encontrar medicamentos para mejorar los síntomas de la enfermedad y una vacuna que la prevenga; en circunstancias deplorables, porque el Partido Popular y sus recortes acabaron literalmente con la investigación en España. Y también miles de trabajadores del campo, y empleados en supermercados, por muy poco dinero, trabajan con un riesgo altísimo de contagio para que los ciudadanos tengamos las necesidades básicas cubiertas en la cuarentena. Todos ellos sí pueden hablar bien alto de moral, de solidaridad, de generosidad, de altruismo y de amor al prójimo.

Más allá del absurdo y la superstición, por muy secular que sea, y aunque finalmente cada uno es muy libre en su fuero interno de creer o no creer en lo que quiera, está la razón, la sensatez y la decencia. Esta pandemia nos está llevando a una situación crítica que pone muy en evidencia a dos instituciones parásitas que llenan sus arcas con cantidades vergonzosas de dinero a costa de la precariedad de la sociedad española: la monarquía y la Iglesia; al rey emérito se le calculan  más de 2.000 millones de euros de fortuna personal, la de la Iglesia es del todo incalculable. Y pone en evidencia la necesidad real de laicidad en este país tan confesional. En una recogida de firmas a través de la plataforma Change.org alguien ha tenido la iniciativa de exigir que en las rentas españolas se cambie la casilla para hacer donaciones, no a la Iglesia católica, sino a la Sanidad Pública, que fue desmantelada por la derecha, que es la que de verdad trabaja por salvar vidas y la que sustenta la salud de todos los españoles. Dejo aquí el enlace por si alguien que me lea quiere firmar.

Coral Bravo es Doctora en Filología