Cada día tengo más la sensación de que vivimos con el corazón anestesiado. En realidad, no sé si es el corazón, la ética, la moral o el alma, pero parece que las cosas que pasan, por impactantes que sean, nos importan un pimiento. El impacto nos dura lo que dura dar paso a la siguiente noticia, y a otra cosa, mariposa. Sofá, mantita, y zona de confort. Y que el mundo siga girando.

Cuando era niña, en ese mundo sin Internet donde solo nos entrábamos de lo que contaba el único telediario de la única cadena de televisión, mi madre tenía un mantra. Cuando las imágenes de niños hambrientos con vientres hinchados me hacían llorar, me decía que “a grandes distancias, grandes mentiras”. Era una manera como otra cualquiera de minimizar los daños, y usaba ese subterfugio sin saber que, muchos años después, esa intención se convertiría en una actitud social colectiva para defendernos del torrente de información que, ahora sí, recibimos cada día por infinitos canales.

Pase lo que pase, es un denominador común. Nuestro umbral de tolerancia va evolucionando y cada vez necesitamos más drama para impresionarnos. Pasó con la violencia de género, que ya no copa titulares como no se trate de un asesinato en circunstancias especialmente morbosas. Como si el hecho de que un hombre asesine a su pareja no sea de por sí suficiente para pellizcarnos el alma.

Recordemos los primeros días de la guerra de Ucrania. No había informativo que no retransmitiera minuto resultado lo que pasaba, y nos manteníamos pegados al televisor para seguirlo. Poco a poco, las informaciones se fueron espaciando y nuestra atención diluyéndose, y ahora ha de pasar algo más que el horror diario de una guerra para sacarnos del marasmo. Y algo parecido está pasando con la guerra de Gaza, a pesar de las escalofriantes imágenes que nos llegan.

Quizás el caso más paradigmático sea el drama de los refugiados que fue portada durante todo el verano, cuando la foto de Aylan, aquel niño muerto en la playa, nos machacó por un momento las conciencias. Hoy, pese a que sigue habiendo refugiados, ya nadie habla de ellos, ni se pregunta qué fue de la familia de aquel niño ni de tantos otros.

No es el único ejemplo. Lo que ocurrió en su día con el Aquarius, aquel barco lleno de refugiados del que nadie parecía querer hacerse cargo, también hizo correr ríos de tinta, pero tras una solución provisional, hoy poca gente se preocupa de la suerte que corrieron todas aquellas personas, que no son sino la punta del iceberg de lo que ocurre cada día en un Mar Mediterráneo convertido en una tumba gigantesca.

No tengo la respuesta, pero sí la pregunta. ¿Qué más ha de pasar para que reaccionemos?