Leía hace unos días un estupendo artículo para El País, de Noelia Rodríguez, titulado Las fotos nostálgicas de las afganas en minifalda siempre vuelven, en el que reflexiona sobre cómo la vestimenta femenina se puede convertir en baremo político que deja en evidencia la situación social, política y cultural de las mujeres de las sociedades en su transcurrir. Ilustra el artículo con varias fotos de mujeres afganas en los años 60 y 70 con atuendos absolutamente occidentales, no sólo sin burkas ni velos, sino con minifaldas y ropa informal, en situaciones cotidianas entonces, como un paseo por la calle en Kabul, o en una clase de ciencias en la Universidad de la capital afgana.

Estas fotos impactan realmente porque reflejan a la perfección la involución de este país desde mediados del siglo XX hasta nuestros días. Y pueden considerarse una medida fiable de la situación aterradora de los derechos humanos en Afganistán. Y estas fotos cuentan muchas cosas también sobre el impacto intenso y el daño profundo que las religiones, y sus fundamentalismos políticos y religiosos, pueden provocar y provocan en las sociedades y en las personas.

La situación política y social en Afganistán, y en general en cualquier parte del mundo, va pareja a la situación de libertad e independencia de las mujeres; y va unida de manera indisociable al contexto religioso correspondiente. El siglo XX fue complejo en este país de situación estratégica en Asia y en el mundo, pero en general supuso un gran avance para las mujeres respecto de los estragos que el Islam causa en ellas. Los primeros años del siglo fueron de progreso gracias a un rey, Amanullah, que favoreció la libertad de las afganas y su independencia de sus familias. En 1921 abolió la ley de matrimonio forzado y el matrimonio infantil. En 1964 fue aprobada la Constitución de Afganistán, y ello supuso un nuevo avance en los derechos femeninos, como el sufragio universal que daba un paso adelante en la igualdad de derechos.

Pero a partir de los años 80 y 90 la situación revirtió por los conflictos continuos del Gobierno afgano con grupos religiosos más ultraconservadores (porque ultraconservadores son todos). Los muyaidines (que empezaron como milicias populares contra la invasión rusa) y los talibanes , que llegaron a ocupar en solo dos años todo el país a mediados de los 90, promovieron en el país un clima continuo de golpes de Estado, caos, guerra, violencia y vulneración continuada de los derechos humanos. Y en ese contexto político fanático y confuso las mujeres pasaron a ser las grandes víctimas de un fundamentalismo religioso que las volvió a dejar, ya cercano el final del siglo XX, en una situación vergonzosamente marginal y totalmente privadas de sus derechos. Por poner un ejemplo elocuente, amputaban los dedos de las mujeres que llevaban las uñas pintadas.

A partir de la intervención de los EE.UU., con la firma de Jimmy Carter, en 1980, de su apoyo militar con una entrega importante de arsenal de armas a los grupos radicales para frenar la invasión rusa, las mujeres recuperaron ciertos derechos pero fue de una manera puntual e ilusoria, porque muy poco después esos grupos religiosos habían multiplicado su poder; y el burka volvió a ser obligatorio, y se impuso la sharia islámica que obliga a un modo de vida de acuerdo a los terribles postulados religiosos, especialmente para las mujeres, que quedan recluidas y encerradas en su burka y en su casa, sin tener derecho ni a andar por la calle sin un hombre de su familia; ni siquiera a tener nombre, porque muchas de ellas no aparecen en ningún registro y son enterradas en tumbas anónimas. La anulación de lo femenino hasta el extremo. Y ello incluso con un presidente, Hamid Karzai (2012), que supuestamente era moderado y fue aceptado como tal por la comunidad internacional.

A partir del 15 de agosto de 2021 Afganistán tiene un nuevo presidente y está tomado por el fundamentalismo islámico de los talibanes. Las fuerzas internacionales están abandonando el país y con ayuda militar extranjera se está evacuando a miles de ciudadanos en peligro de muerte. Los afganos están aterrados. Todos hemos visto a algunos de ellos agazaparse en las alas de aviones extranjeros y caer al vacío en su desesperación por salir del país. El terror del fundamentalismo planea sobre todo un país en el que todos serán víctimas de la locura de la religión, pero muy especialmente las mujeres afganas, nuestras hermanas afganas, serán amputadas de sí mismas y despojadas, una vez más, de todos sus derechos, casi hasta del derecho a existir.

Es dolorosamente curioso que la simple libertad de las mujeres para elegir vestimenta sea un índice que expresa perfectamente la situación política de un país; de igual manera que la presencia de la religión en un país es inversamente proporcional a la libertad, al progreso moral y a la democracia. No hay más que percibir que los países más pacíficos y avanzados del mundo son los países laicos. Y, a la inversa, cuanta mayor presencia religiosa en un país, más peligro de conflictos, dictaduras, guerras, golpes de Estado e involución social. Y, por supuesto, cuanta más presencia religiosa, más misoginia y más desprecio, maltrato y marginación contra las mujeres. Es tristemente evidente.