La foto de perfil de Pablo Iglesias en Twitter, una ilustración en la que mira al infinito, como un héroe revolucionario grafiteado en un muro, nos da una pista sobre el ego de un hombre que no conoce el pudor y que nada cómodamente en las aguas verdosas de la hipérbole. Ningún problema con esto. Yo también estoy cansado de perfiles moderados y de esos políticos capaces de hablar sin decir nada. Yo digo que son políticos “abutragueñados”, por compartir mordiente comunicativa con el célebre delantero madridista. Pablo Iglesias, al menos, dio picante a un Congreso invadido por el gris funcionarial y el miedo a meter la pata, que es el peor de los miedos; porque si la censura es mala, la autocensura es el descabello de nuestra democracia.

Esta mañana, Iglesias, en su nuevo papel de azote periodístico, a medio camino entre un niño telepredicador latinoamericano y un Federico Jiménez Losantos bañado en psilocibina, ha dicho que Yolanda Díaz no quiere molestar a Inda, Ferreras y Ana Rosa y que, por eso y no por otra cosa, ha purgado a Irene Montero. “Oriol Junqueras era un preso político…”, dijo también. Y luego habló de decencia. “Si nos convertimos en políticos profesionales que asumen el cinismo y la injusticia… es difícil que cumplamos nuestros objetivos”, añadió, refiriéndose a Yolanda Díaz.

Ya vengo diciendo en tertulias, desde hace unos meses, que Pablo Iglesias va a intentar impedir el éxito de Sumar. Por vanidad. Porque el juguete es suyo. Son mecanismos infantiles. Sólo Gianni Rodari podría contar bien esta historia desconcertante, en la que la izquierda devora a otras izquierdas sin piedad. Una historia de celos, de dedazos, de tensiones familiares, de venganzas y de espejos. Espejos que reflejan en lo que ha quedado uno convertido, en un gurú mediático para una pandilla de fieles, aquel que llegó a ser vicepresidente, aquel que revolcó el bipartidismo, aquel que iba con chaquetas anchas y una coleta larga por los pasillos de un Congreso permeable al cambio.

Sumar no veta a Irene Montero, sino a Pablo Iglesias. Da una patada en el culo a Iglesias en el culo de Montero. Sumar quiere destruir a Podemos. Convertirlo en una cáscara vacía, en la piel de una serpiente que ha hecho mudanza; quiere que el partido morado se apague, tan rápido como pueda, y fagocitar sus bases y adueñarse de su talento y mandar la obra de Iglesias, al líder despótico e iluminado, al limbo. Porque sin Podemos, Iglesias no es nada. Ni portavoz en la sombra, ni historia de una transformación. Podemos es un ataúd que arde y dentro, se calcinan, los restos de una generación que llegó tan alto que se le fundieron las alas, como a Ícaro.

No es Sumar y Podemos, no es Montero y Díaz, es Iglesias y el resto del mundo. Los esqueletos plantando batalla como en las películas de Jasón y los Argonautas. Tanta hostilidad no sale en vano, señor Iglesias. Años y años de purgas, de despachazos, de voces en los pasillos, vuelven ahora a poner en su sitio al que se cree ajeno al mundo. El ego es la cerradura de una puerta que comunica directamente con el infierno. El infierno político. Dios me libre de juzgar a los hombres; que ya se bastan ellos solitos.

Pablo Iglesias e Irene Montero convocaron a sus bases para una consulta sobre la compra de su chalet. Con capítulos así, quien iba a confiar en un partido como Podemos, construcción megalómana, con discursos irrealizables, con una soberbia que era como una bola de derribo, con personajes de la Warner entre sus filas, arribistas y mesías locales, sin una idea para este país, más allá de que Papá-Estado financiara cada ocurrencia parida en teterías y tardeos en las azoteas de los colegas con fernet cola y kiwi cortado en rodajitas.

Se acabó la fiesta. La hemos pagado entre todos. Yolanda Díaz será lo que tenga que ser, pero no es aquel líder pueril y desconfiado que fue Iglesias, ni la irreconducible, democráticamente hablando, Irene Montero, cuyos errores están pagando aún las mujeres a las que decía defender.