Fue la Janis Joplin de la fotografía española. Hacía mucho que no sabía nada de Ouka Leele, ese seudónimo como de sonajero místico y africano bajo el que se esconde Bárbara Allende. Pero ahí estaba el otro día en YouTube, guapa, exrubia y prima aún de doña Esperanza Aguirre. Todavía con jet lag de la movida madrileña y cierto aire de madona jipi, Ouka Leele hablaba a un remanso de humanidad bajo los árboles administrativos del paseo del Prado.

Ouka Leele se presentaba como la penúltima musa del cuñadismo científico. Ese que tiene entre sus principales teólogos a Teresa Forcades, la monja antivacunas que, bajo la toca, lleva la boina del Che, y a Josep Pàmies, el taumaturgo de Lérida que dice curar el cáncer con plantas y el coronavirus con clorito de sodio, que es una especie de agua bendita con sabor a latín agrario y a Quimicefa. Ouka Leele ya se había declarado, tiempo atrás, partidaria de la neblinosa medicina ayurvédica y de Hamer, el médico de reconocido desprestigio que pretendía erradicar los tumores con música.

Pues bien, con más de 15 millones de contagios y 623.000 muertos en el mundo por el coronavirus, Ouka Leele actualizó el sermón de la montaña con un discurso que era como el de una Pasionaria en versión evangelista y pop. “El amor es la mejor mascarilla”, le gritó a un micrófono que desembocaba en un megáfono sostenido por un participante en la reciente concentración contra el nuevo y siniestro orden mundial que quieren imponernos con la excusa del coronavirus. Así lo creen la fotógrafa y otros sabios que, además, nos previenen contra Bill Gates de las JONS y sus vacunas fascistas. Vacunas que provocaron, como se sabe, el autismo de Forrest Gump y la psicosis verde del increíble Hulk, y que ahora, en cuanto algún geniecillo cartesiano y maligno descubra una para la covid-19, nos la inocularán para someternos o exterminarnos (en este punto aún no hay unanimidad).

La voz de Ouka Leele sonaba a terciopelo y hojalata. “El amor es la mejor mascarilla”, insistía. La gente cabeceaba como esos perritos de peluche que se colgaban en los retrovisores de los coches. “No me imagino a Jesucristo yendo a ver a los leprosos con guantes y mascarillas”. Revoloteo de aplausos. Risas de complacencia. Móviles glotones inmortalizando la frase. “Los leprosos”, continuó la fotógrafa, que a estas alturas ya iba de subidón verbal (el enthousiasmós de Platón), “eran gentes aisladas como nosotros, que no queremos tragar. Jesucristo les decía: ‘Yo te comprendo. Yo no creo en tu enfermedad’. Los abrazaba y se curaban. Es muy fácil. No es un milagro”.

Pues que tomen nota Fernando Simón, las autoridades y los epidemiólogos, a ver si salen ya de su chabolismo intelectual y en lugar de tanto seudoconfinamiento en Cataluña y tanta historia, reparten unos cristalitos molones de MDMA para inducir esos abrazos que corten la pandemia de raíz. Que el SARS-CoV-2 se combate con amor, con akhásico amor. Porque para Ouka Leele y otras mentes evolucionadísimas lo que está ocurriendo en el mundo es una coronapollez. Y hasta un montaje. De ahí que nieguen la existencia del virus —¿es que alguien lo ha visto?— y rehúsen, por tanto, las mascarillas, convencidos de que, aparte de provocar neumonía, son una herramienta de control social. Mucho más que los móviles, dónde va a dar.

Yo, que soy muy torpe, como demuestro en esta columna cada viernes —a ver si me desasna el megáfono de Ouka Leele un día de estos—, no acabo de ver cómo un trozo de tela puede controlar a la población. Pero ya digo que soy un pobre diablo, un hombre del montón incapaz de distinguir a un agente secreto de la CIA en las gafas precarizadas del reponedor de frutas del Lidl de mi barrio, y eso que el otro día me dijo, esquinando mucho la voz, que tenían un 2x1 de manzanas Golden. ¿No sería un mensaje en clave? Le preguntaré a Ouka Leele o, mejor, al abogado de Pàmies, uno de los dos o tres homines realmente sapiens —pero sapiens de verdad— para quienes “es evidente que estamos ante un ataque con armas biológicas”. Lo dice por el coronavirus, creo, no por las manzanas. Aunque nunca sabe, pues la estructura profunda del conocimiento es muy voluble. Lo cual explica que unos días el virus exista y otras, no; se conoce que depende de la fase lunar en que Bill Gates realiza sus ecuménicas fumigaciones sobre el planeta.

En fin, seguro que Ouka Leele y sus devotos del paseo del Prado están en lo cierto; pero, hasta que Bárbara no vuelva a sacarse a sí misma en procesión y nos reparta abrazos medicinales, yo voy a seguir prefiriendo la mascarilla. Y la ciencia (con perdón).