Suelo recordar mucho una sentencia de Sócrates sobre la educación:  “Es el encendido de una llama, no el llenado de un recipient”e. Es decir, el conocimiento se adquiere por la comprensión profunda de la realidad o de los hechos, no por la acumulación de datos inconexos sobre ellos.  Precisamente nos educan para el desconocimiento y en vistas a ignorar la realidad y la historia tal cual es. El contenido de los currículums educativos son en buena parte ideados y planificados por los mismos que le manipulan según sus propios intereses. Es decir, más que “educarnos” y “enseñarnos”, nos adoctrinan, nos deseducan y nos dificultan enormemente el acceso a la verdad; nos lo ponen muy difícil para el encendido de esa llama.

De ahí que buena parte de los contenidos que aprendemos en determinadas materias, como historia o literatura, suelen ser medias verdades cuando no mentiras adaptadas a lo que algunos pretenden que se crea. Y crecemos con ideas preconcebidas que sólo quienes ponen mucho interés y espíritu crítico llegan a desenmascarar en la adultez. La mayoría, por desinterés, por inercia o mimetismo, pasan toda la vida creyendo las “verdades” falsas que aprendieron en la escuela respecto de muchos temas.

Y, al igual que las películas del Oeste americano nos hacían creer que los colonos eran los buenos y los indios americanos eran los malos, nos han adoctrinado en creer que lo que llaman conquista de América fue algo grandioso que hay que recordar y conmemorar; y nos hicieron creer que aquello fue un acto poco menos que de amor para con los pueblos precolombinos, cuando lo que fue, en realidad, es un genocidio, el de más grandes proporciones de los ocurridos en la historia humana. Quizás sea que, como dijo Antonio Gala, “la historia de España es una gran mentira”.

Nos dijeron que se llamaba “colonizar” a lo que realmente era robar, asesinar, expoliar y expulsar de sus tierras a los que llevaban siglos, o milenios quizás, viviendo en ella. Y nos dijeron que se llamaba “cristianizar” a someter y despojar a esos pueblos de su espiritualidad y de su cultura original y ancestral, e imponer, por la fuerza de la violencia, la adhesión al cristianismo. Y todo, como casi siempre, por riqueza, por poder y por dinero. América era, y es, un continente inmenso y lleno de riqueza. Y eso era, y es, un gran botín para los voraces y los insaciables.

Imposible hablar de este tema y no recordar al gran Eduardo Galeano, una de las grandes voces de la América Latina. “Vinieron. Ellos traían la biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: cierren los ojos y recen. Y cuando abrimos los ojos ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la biblia”. Imposible narrarlo mejor y de manera más profunda, aunque sea concisa.

¿Hay algo que celebrar, o habría que entonar un inmenso mea culpa por toda esa historia que no nos contaron y que fue la real? Fue una invasión sangrienta de la América indígena por parte de la corona española y de su aliada la Iglesia de Roma. Fue un genocidio sin precedentes. Tomaron las tierras y las riquezas con violencia;  mataban a mujeres, ancianos y niños sin ningún tipo de piedad. Diversos estudios demográficos hablan de sesenta millones de indígenas muertos asesinados o enfermos por las enfermedades que llevaron los europeos; y en medio la evangelización, el pillaje, la destrucción, y el sometimiento de todo un continente al lema de los psicópatas Reyes Católicos “un estado, una raza, una religión”.

Ya han pasado casi 500 años, aunque se mantienen las consecuencias de ese magnicidio. Y ya sería hora de que España pidiera perdón por aquellos crímenes, como hizo Australia con sus aborígenes, o como hizo Japón por sus masacres en la Guerra Mundial. En lugar de eso aquí seguimos haciendo boatos y ceremonias absurdas y vergonzosas todos los 12 de octubre. Porque ya somos muchos los que nos avergonzamos de ese terrible episodio histórico, y sobre todo nos avergonzamos de que se siga celebrando con todos los honores a estas alturas. Y ya somos muchos los que celebramos, en lugar de una supuesta hispanidad que no es honor, sino un gran deshonra, la milagrosa pervivencia de esos pueblos indígenas que fueron masacrados y casi exterminados, y que nos merecen el mayor de los respetos.