“¡Teo! Digo, ¡Juan!”. Esto, en cuanto a las confusiones con los nombres de los hijos. Pero también se puede rebautizar a amigos, mascotas o compañeros de pareja. O llamar “mamá” a tu jefa. O, quizá, lo más incómodo: cambiar el nombre de tu novia por el de tu ex.

¿Por qué intercambiamos los nombres de nuestros seres cercanos? Por las etiquetas que crea nuestro cerebro al intentar categorizar la información. Así lo afirma un estudio de la Duke University, que ha descifrado, manejando datos de cinco encuestas realizadas a más de 1.700 personas, que confundimos el nombre de nuestros hijos u otros seres queridos porque en nuestro subconsciente están categorizados como “familia”. Es decir, es probable confundir el nombre de una persona que nos gusta, con otra que sentimos algo similar, o consideramos del mismo grupo. Son errores que solemos cometer entre 2 y 4 veces por semana, y el fallo es más probable si los nombres son parecidos, por ejemplo si tienen el mismo número de sílabas o parecidos o empiezan por la misma letra. Y así mismo, el estudio señala que lo que solemos confundir son nombres propios y no comunes, es decir, los nombres de personas o lugares son en los que normalmente erramos.

Por otro lado, tener algo “en la punta de la lengua” es un fenómeno similar. Estar a punto de recordar un nombre de ese alguien y no ser capaz. Lo que sucede es que intentamos recordar un nombre o una cosa y no conseguimos hacerlo; después, nos sale una parecida que no es la correcta; por último, el cerebro se queda con la segunda palabra, aniquilando la queríamos decir.